Introducción
Si algo une a un noble del siglo XVIII, a un millonario de Silicon Valley y a un adolescente que pasa horas en mundos virtuales, es la misma fantasía antigua ¿y si no tuviéramos que morir nunca?
La idea de escapar a la muerte atraviesa religiones, mitologías, laboratorios de biología molecular y, hoy, también los servidores donde se almacenan nuestros datos.
El personaje del conde de Saint-Germain condensa muy bien ese cruce entre historia documentada y mito inmortal. El conde habría vivido durante siglos, testigo de diferentes épocas, poseedor de un elixir de la vida y de un conocimiento que abarcaría desde tiempos de Jesucristo hasta la Europa ilustrada. Se le atribuye el dominio de la alquimia, la capacidad de rejuvenecer a otros y una identidad cambiante, casi fuera del tiempo.
Todo esto suena deliciosamente cinematográfico, pero la pregunta clave es ¿qué parte se sostiene cuando ponemos la lupa histórica y científica?
Cuando nos acercamos a las fuentes académicas y a los registros históricos, la figura de Saint-Germain se vuelve menos sobrenatural y más humana, aunque no por ello menos fascinante. Lo que sabemos con cierta seguridad es que fue un aventurero y cortesano europeo del siglo XVIII, con talento para la música, la diplomacia informal y la autopromoción, cuya identidad real (origen familiar, lugar exacto de nacimiento) nunca quedó del todo clara. Se le sitúa en las cortes de Francia, Holanda y otros lugares de Europa, donde impresionaba por su cultura enciclopédica, su habilidad para los idiomas y su aura de misterio.
Los registros parroquiales de Eckernförde, en la actual Alemania, documentan su muerte el 27 de febrero de 1784 y su entierro pocos días después. Se conservan además inventarios de sus bienes, donde no aparece ningún tesoro oculto ni laboratorio ultrasecreto, sino ropa, enseres personales y poco dinero en efectivo. En otras palabras, hay un final bastante normal para alguien que, retrospectivamente, fue transformado en “el primer hombre inmortal”.
La paradoja es interesante. Cuanto más sólidas son las fuentes históricas, menos encaja el relato de la inmortalidad literal. Las leyendas sobre su longevidad extrema empiezan a propagarse sobre todo después de su muerte, alimentadas por corrientes esotéricas como la Teosofía y, posteriormente, por movimientos “Nueva Era” que lo convierten en “Maestro Ascendido”, guía espiritual de la humanidad asociado al color violeta y a la llamada “Llama Violeta”. En este punto, el conde de carne y hueso desaparece y queda un símbolo, el hombre que habría descubierto el secreto de vencer al tiempo.
Lo interesante para nosotros no es desmentir la leyenda a golpe de escepticismo malhumorado, sino preguntarnos por qué necesitamos figuras así. El mito de Saint-Germain no habla tanto de él como de nosotros, de nuestra angustia ante la finitud, de la esperanza de que exista “alguien” que ya haya cruzado la frontera de la muerte y pueda señalarnos el camino. En términos psicológicos, es una narrativa de control. Si alguien lo logró, quizá la muerte no sea un muro, sino un problema técnico aún sin resolver.
Y ahí entra la ciencia contemporánea. Donde antes había alquimistas buscando el elixir de la vida, hoy hay biólogos moleculares estudiando los “marcadores de la edad”, ingenieros diseñando interfaces cerebro-máquina y empresas que ofrecen criopreservar tu cuerpo o tu cerebro “hasta que la medicina del futuro pueda revivirte”. Las preguntas profundas, sin embargo, siguen siendo las mismas. ¿Es posible una inmortalidad biológica real, o solo podemos aspirar a alargar mucho la vida? ¿Puede una copia digital de nuestra mente considerarse “nosotros”, o sería solo un clon sofisticado? ¿Qué implicaciones tendría para la sociedad un mundo en el que una parte de la población apenas muere?
La tecnología no solo como herramienta, sino como fuerza evolutiva que redefine lo que significa ser humano, desde la salud hasta la identidad y la manera de habitar realidades físicas y virtuales, podría ser el camino. La inmortalidad, biológica o digital, es una de las fronteras más extremas de ese proceso.
En este artículo vamos a recorrer este problema, tratando de separar lo verosímil de lo mítico, ver qué dice hoy la biología del envejecimiento sobre los límites reales de la vida humana y explorar las tecnologías emergentes y sus implicaciones éticas y sociales como una forma alternativa, quizá más realista, de “seguir vivos” más allá del cuerpo.
La idea no será “matar la magia”, sino algo más divertido, ver cuánta magia nos permite todavía la ciencia sin caer en el autoengaño, y cuánto mito necesitamos (si es que lo necesitamos) para soportar que, al menos por ahora, la mortalidad sigue siendo la única constante de nuestra especie.
Saint-Germain y el mito del hombre inmortal
La narrativa popular es ya conocida. El conde de Saint-Germain fue un noble enigmático, de elegancia impecable, que aparece en distintos momentos históricos con idéntico aspecto físico. Se atribuye a este hecho un supuesto elixir de la inmortalidad, fruto de sus conocimientos alquímicos y surgen rumores de una longevidad imposible, que lo situarían incluso en la época de Jesucristo.
Un legado posterior le convierten en un “Maestro Ascendido”, casi una entidad metahumana que guía la evolución espiritual de la humanidad.
Veamos lo que sí está documentado.
Según fuentes históricas, como son cartas, memorias y registros oficiales, efectivamente existió un conde de Saint-Germain en la Europa del siglo XVIII. Las biografías de Isabel Cooper-Oakley (1912) y Jean Overton-Fuller (1988) recopilan testimonios de aristócratas y diplomáticos que lo trataron. Era conocido por su cultura, su habilidad musical y su tendencia a rodearse de misterio.
Sus orígenes eran confusos, probablemente a propósito. Usaba varios nombres y circulaban rumores de que era hijo ilegítimo de nobles centroeuropeos. Él mismo alimentaba la ambigüedad, insinuando edades avanzadas sin concretar.
Tenía conocimientos prácticos de química y tintes, lo que le permitió impresionar a figuras como el príncipe Carlos de Hesse-Kassel, que le financió un taller para experimentar con colorantes y técnicas de manufactura textil.
Su muerte está registrada. El archivo de la iglesia de St. Nicolai en Eckernförde documenta su fallecimiento el 27 de febrero de 1784 y su entierro pocos días después. Los registros municipales detallan incluso la subasta de sus pertenencias.
Es decir, estamos ante un personaje real, con una biografía bien acotada en el tiempo, cuya aura de misterio se debe en gran parte a su propia habilidad para manejar la percepción ajena. De hecho, Voltaire lo describió irónicamente como “el hombre que no muere y que lo sabe todo”, frase que las tradiciones esotéricas posteriores se tomaron casi al pie de la letra.
A partir de estos datos relativamente modestos, ¿cómo llegamos a la idea de un ser inmortal que ha vivido “desde tiempos de Cristo”? Aquí entran en juego varios mecanismos muy humanos.
Por un lado, el denominado sesgo de disponibilidad y la memoria selectiva. Si unas pocas personas, décadas después, “recuerdan” haber visto a alguien parecido al conde en otro contexto, la historia tiende a exagerarse. Nuestra memoria no es una grabadora: reescribe el pasado en función de narrativas atractivas.
Después tenemos el efecto halo. Su cultura enciclopédica y su habilidad para hablar de épocas históricas como si las hubiera vivido se reinterpretan como pruebas de longevidad. En realidad, bastan una buena educación, acceso a archivos y un talento teatral para generar esa impresión.
Además, las sociedades suelen crear personajes que habitan la frontera entre lo humano y lo sobrenatural (vampiros, santos incorruptos, chamanes inmortales…). Saint-Germain encaja perfectamente en ese arquetipo, refinado, ambiguo, “más allá” de las convenciones, siempre algo desplazado.
La Teosofía de finales del XIX y las corrientes posteriores necesitaban genealogías espirituales, “Maestros” que atravesaran los siglos guardando una sabiduría oculta. Saint-Germain fue uno de los candidatos ideales. Helena Blavatsky lo retrata como un gran adepto orientalizado; más tarde grupos “Nueva Era” ya directamente lo convierten en Instructor de la Humanidad y regente de la “Era de Acuario”.
En este proceso, la evidencia histórica se vuelve secundaria. Lo importante es la función del mito. Saint-Germain pasa de ser “un hombre muy raro” a convertirse en “la prueba viviente de que la muerte puede ser vencida”.
La pregunta clave es ¿hay alguna posibilidad biológica de alguien así?
Desde la biología, la respuesta honesta es muy poco glamourosa, no. No hay ningún caso verificado de ser humano que haya superado la edad de Jeanne Calment (122 años y 164 días).
El caso de Jeanne Louise Calment, la mujer francesa que ostenta el récord histórico de la vida humana más larga verificada, es especialmente relevante para comprender los límites reales de la longevidad humana es el de. Nacida en 1875 y fallecida en 1997, Calment alcanzó los 122 años y 164 días, una cifra confirmada mediante registros civiles, censos, documentación e investigaciones demográficas rigurosas realizadas por gerontólogos como Jean-Marie Robine y Michel Allard.
La gerontología moderna tiene bases de datos de supercentenarios y aplica métodos muy estrictos de verificación documental, incluso en esos registros aparecen a veces errores o fraudes.
La mayoría de estudios que intentan estimar un límite biológico de la vida humana lo sitúan, según el modelo usado, entre 120 y 130 años aproximadamente. Nada, ni siquiera las teorías más optimistas sobre rejuvenecimiento, apunta a alguien de 300, 500 o 2000 años caminando por ahí sin dejar rastro documental consistente.
Si existiera un individuo realmente inmortal o con siglos de vida biológica, esperaríamos encontrar huellas documentales repetidas y coherentes en archivos de distintas épocas, análisis genéticos y médicos extraordinarios y un interés científico masivo por estudiar su organismo.
No tenemos nada de eso. Lo que sí tenemos son muchos relatos orales, contradicciones, reinvenciones y un patrón que se repite con otros personajes “inmortales” en diferentes culturas.

La biología del límite humano
Antes de hablar de criónica, IA o copias digitales de la mente, conviene hacer una parada en lo que sí está firmemente anclado en la ciencia, la biología del envejecimiento.
Envejecer no es (solo) “desgastarse”. Durante mucho tiempo, el envejecimiento se vio como un simple “desgaste” inevitable. Hoy sabemos que es un proceso extremadamente complejo que involucra múltiples mecanismos celulares y moleculares.
En un artículo clásico publicado en Cell, López-Otín y colegas propusieron en 2013 los llamados “nueve marcadores del envejecimiento”, que son inestabilidad genómica, acortamiento de telómeros, alteraciones epigenéticas, pérdida de proteostasis, desregulación de la detección de nutrientes, disfunción mitocondrial, senescencia celular, agotamiento de células madre y alteraciones en la comunicación intercelular.
Esta lista, ampliada y refinada en revisiones posteriores, funciona como un mapa que no nos dice cómo ser inmortales, pero identifica dónde se deteriora el sistema.
Imaginemos el cuerpo humano como una ciudad. El envejecimiento no es solo que las calles se llenen de baches, es que los planos (ADN y epigenética) se van dañando, las fábricas (mitocondrias, proteostasis) producen con más errores, los servicios de limpieza (autofagia, sistemas inmunes) retiran peor la basura celular y los arquitectos (células madre) construyen menos o peor. La ciudad sigue funcionando, pero cada vez con más fallos y vulnerabilidades.
Ante esto, ¿podemos retrasar este proceso?
La respuesta es que sí se puede retrasar y modular, al menos en modelos animales y, parcialmente, en humanos. Algunos ejemplos:
- Restricción calórica y miméticos: reducir un 20–40 % las calorías sin malnutrición alarga la vida y mejora la salud en levaduras, gusanos, ratones y algunos primates, aunque en humanos los resultados a largo plazo aún son objeto de debate.
- Senolíticos: fármacos que eliminan células senescentes (“células zombis” que ya no se dividen pero secretan moléculas inflamatorias). En ratones, su eliminación mejora la función de varios órganos y alarga modestamente la vida saludable.
- Modulación de vías de nutrientes (mTOR, IGF-1, sirtuinas): compuestos como la rapamicina o la metformina muestran en animales capacidad para extender la vida o retrasar enfermedades asociadas a la edad. En humanos se están probando en ensayos clínicos, pero aún sin pruebas concluyentes de “rejuvenecimiento” global.
- Edición genética y reprogramación parcial: técnicas inspiradas en los factores de Yamanaka (que pueden revertir células adultas a un estado pluripotente) han permitido en ratones rejuvenecer ciertos tejidos, aunque con riesgos serios de cáncer y desorganización tisular si se aplican de forma descontrolada.
La tendencia general es clara, podemos aumentar la expectativa de vida saludable y, quizás, empujar un poco más allá el límite máximo de longevidad humana, pero estamos muy lejos de una “inmortalidad biológica”.
Sin embargo, hay un gran debate acerca de si existe un límite duro a la vida humana. Algunos científicos han defendido que hay un límite cercano a los 115–120 años, otros sostienen que, si bien es extremadamente improbable superar los 120 y pico, no hay un “techo biológico” rígido, sino una curva de probabilidad muy inclinada.
Lo que sí es indiscutible es que nadie ha superado a Jeanne Calment de forma verificable. Y que, incluso si apareciera alguien que llegara a 125 o 130 años, seguiríamos hablando de casos excepcionales, no de masas de población alcanzando esas edades.
Desde una perspectiva práctica, el reto actual no es tanto “vivir 200 años” como comprimir la morbilidad, es decir que la mayor parte de la vida se pase en buena salud y que el periodo de deterioro sea lo más corto posible.
En este contexto surge un concepto que suena muy a ciencia ficción, el de la longevity escape velocity (LEV). Esta es una propuesta que fue popularizada por Aubrey de Grey, y que plantea la idea de que llegará un punto en que los avances biomédicos serán lo bastante rápidos como para “reparar” el organismo más deprisa de lo que envejece.
Simplificando mucho hoy quizás podemos añadir 5–10 años de salud extra. Si eso nos permite llegar a una época con terapias más potentes, esas terapias añadirán otros 20 o 30 años, y así sucesivamente, formando una cadena de extensiones que, en principio, podrían acercarse a una vida indefinida.
Futuristas como Ray Kurzweil o el propio de Grey han aventurado fechas, entre 2030 y 2050, para alcanzar este punto, apoyándose en la idea de que la biotecnología y la IA están creciendo de forma exponencial.
El problema es que la biología real rara vez se comporta como la curva suave de una presentación de PowerPoint. Los sistemas vivos son ruidosos, llenos de redundancias y efectos secundarios impredecibles. Las revisiones recientes subrayan que, pese al entusiasmo, seguimos lejos de una comprensión integrada de cómo intervenir de manera segura y global en todos los marcadores del envejecimiento.
Por tanto, es realista pensar en vidas más largas y saludables (90, 100, quizá 110 años con buena calidad), es incluso plausible pero especulativo que se pueda empujar el límite máximo unos años más, pero, por ahora, es ciencia ficción hablar de inmortalidad biológica sin reservas gigantescas.
Y aquí es donde la imaginación tecnológica entra por otra puerta. Si no podemos hacer inmortales los cuerpos, ¿podríamos “escapar” subiendo la mente a otro soporte, conservando el cerebro en frío o multiplicando versiones digitales de nosotros mismos en diferentes mundos virtuales?
Tecnologías para desafiar a la muerte
En Multiversos digitales ya planteaba la tecnología como una palanca que abre universos paralelos de experiencia, con realidades extendidas, identidades digitales persistentes, sistemas de IA que amplifican o sustituyen funciones humanas. La inmortalidad, vista desde aquí, ya no es solo una cuestión de carne y hueso.
La criónica propone algo radical. Justo después de la muerte legal, el cuerpo (o al menos el cerebro) se enfría y preserva a muy baja temperatura, con la esperanza de que tecnologías futuras puedan reparar el daño y revivir a la persona.
En la práctica, organizaciones como el Cryonics Institute o Alcor enfrían el cuerpo con hielo, reemplazan la sangre por crioprotectores (sustancias que reducen la formación de cristales de hielo) y almacenan el cuerpo o la cabeza en nitrógeno líquido a unos −196 °C.
Criónica, en términos estrictos, no es inmortalidad, sino una apuesta de altísimo riesgo basada en la conjetura de que, algún día, la medicina y la nanotecnología podrán reparar cerebros congelados.
Desde un punto de vista científico, la criónica se apoya en dos ideas clave.
La primera plantea la muerte es un proceso, no un instante. Lo que hoy definimos como “muerte legal” no coincide necesariamente con la “muerte informacional”, el momento en que la estructura física que soporta la memoria y la identidad está tan dañada que resulta irrecuperable, incluso teóricamente.
La segunda es que la tecnología futura podría revertir daños que hoy consideramos irreversibles. Por ejemplo, reparar tejidos a nivel celular o molecular, revertir la isquemia, regenerar conexiones sinápticas.
El problema es que, hoy, no tenemos ninguna evidencia de que un mamífero grande, y mucho menos un ser humano, pueda ser criopreservado y revivido con su memoria intacta. Lo más cercano son experimentos con órganos aislados, embriones y pequeños animales donde se ha logrado cierto grado de vitrificación y recalentamiento con éxito, pero sin extrapolación directa a un cerebro adulto humano.
Además, la criónica plantea desafíos legales y éticos. ¿Es el criopaciente un cadáver, un paciente en pausa o algo intermedio? ¿Qué responsabilidades tienen las empresas durante décadas o siglos? ¿Cómo gestionar contratos, herencias y derechos de alguien que podría “regresar”?
La literatura legal reciente subraya que el marco actual apenas empieza a rozar estas cuestiones, y que muchas promesas comerciales se mueven en una zona gris entre la especulación y la esperanza.
Otro frente es más etéreo es la emulación completa del cerebro (whole brain emulation, WBE), popularmente llamada “subir la mente” (mind uploading). La idea, desarrollada de forma sistemática por Anders Sandberg y Nick Bostrom, es crear una copia digital funcional del cerebro humano lo suficientemente detallada como para reproducir sus patrones de actividad, y por tanto su comportamiento y, según algunos, su conciencia.
El roadmap clásico implica tres pasos gigantescos, escanear el cerebro a una resolución muy alta (idealmente a nivel sináptico), reconstruir un modelo computacional de esa red, incluyendo propiedades electroquímicas relevantes y ejecutar la simulación en hardware suficiente para que funcione en “tiempo real” (o más rápido).
Hoy estamos muy lejos de eso. Nuestro mejor ejemplo de conectoma completo es el de un gusano diminuto, C. elegans, con 302 neuronas, y aun así simular su comportamiento fielmente es complicado. No sabemos hasta qué punto la conciencia depende de detalles finos (proteínas, campos eléctricos, estados gliales) que podrían perderse en una simplificación excesiva.
Aunque resolviéramos los problemas técnicos, queda una cuestión filosófica brutal ¿sería “eso” tú? Si la emulación arranca mientras tú sigues vivo, lo que se genera es claramente una copia. Si se hace tras tu muerte usando un cerebro preservado, tenemos una continuidad física de estructura, pero la experiencia subjetiva podría no “trasladarse” como creemos.
En términos prácticos, WBE hoy es más un marco conceptual que una hoja de ruta a corto plazo. Pero tiene una consecuencia interesante: desplaza la inmortalidad del cuerpo a la información. Lo que importa ya no es que este organismo dure, sino que el “patrón” de tus recuerdos, tu estilo cognitivo, tu manera de tomar decisiones, pueda seguir funcionando en otro soporte.
Pero antes de llegar a la emulación total del cerebro, ya estamos construyendo una especie de inmortalidad blanda, basada en redes sociales que siguen mostrando tus fotos y textos después de morir, en bots entrenados con tu histórico de mensajes que simulan tu manera de hablar o en avatares persistentes en mundos virtuales que pueden seguir “viviendo” como personajes incluso cuando tú ya no estás.
Estos sistemas no son “tú”, pero sí hacen algo nuevo, convierten la identidad en un conjunto de datos que puede sobrevivir al cuerpo. Las realidades digitales abren posibilidades de presencia y continuidad que no dependen del espacio físico, sino de infraestructuras tecnológicas y de quien las controla.
Desde la neurociencia cognitiva, esto nos obliga a preguntarnos qué entendemos por “yo”. Sabemos que el self no es una cosa monolítica, sino un conjunto de procesos, basados en la memoria autobiográfica, la narrativa interna, el cuerpo sentido y las relaciones sociales. Una copia digital puede capturar algunos de estos elementos (estilo lingüístico, patrones de decisión) pero deja fuera otros (propiocepción, emociones encarnadas, vivencias nuevas).
Por eso, quizá tenga sentido hablar no de inmortalidad, sino de extensión del impacto, es decir tus decisiones, tu manera de pensar, tu “marca cognitiva” pueden seguir operando en el mundo a través de agentes tecnológicos.
Finalmente, la irrupción de la IA generativa acelera esta dinámica. Modelos capaces de producir texto, voz, imagen y vídeo sintético permiten recrear tu voz en tiempo real, generar vídeos de “ti” opinando sobre temas nuevos y personalizar mundos virtuales en los que tu avatar sigue interactuando con otros.
Aquí los “multiversos digitales” dejan de ser metáfora y puedes vivir versiones de ti mismo en distintas plataformas, con diferentes reglas físicas y sociales, alimentadas por tus datos pasados y por decisiones de IA.
¿Es esto una forma de inmortalidad? Depende de cómo definamos “vivir”. Si lo reducimos a estar presente como patrón de información que influye en el mundo, entonces sí, una parte de ti puede seguir actuando mucho después de que tu cerebro biológico se haya apagado.
Pero si lo definimos como experiencia consciente subjetiva, estamos en terreno mucho más resbaladizo. No hay evidencia de que los sistemas actuales de IA “sientan” nada y, aunque una futura emulación cerebral pudiera acercarse a algo así, seguiría abierta la pregunta de identidad ¿quién se despierta dentro de ese sistema?
Conclusiones
Cuando confrontamos la narrativa del conde de Saint-Germain con las fuentes históricas y científicas, el veredicto es claro, fue un personaje real del siglo XVIII, culto, excéntrico, con inclinación a la alquimia y a la autopromoción que murió en 1784, según registros oficiales. No hay evidencia empírica sólida que sostenga las afirmaciones acerca de su pretendida inmortalidad biológica, la existencia de un elixir comprobable, su presencia en épocas muy anteriores y su condición de “Maestro Ascendido” que ha guiado a la humanidad a lo largo de los siglos.
Pero el mito sigue siendo útil y nos permite poner sobre la mesa la pregunta que nos obsesiona desde siempre ¿es negociable la muerte?
Desde la biología del envejecimiento, la respuesta actual podría plantear que la muerte no es negociable, pero su cuándo y su cómo sí lo son, hasta cierto punto. Podemos retrasar la aparición de enfermedades, mejorar la calidad de vida en la vejez y quizá empujar un poco los límites de la longevidad máxima.
La idea de una inmortalidad biológica generalizada sigue, hoy por hoy, fuera de la evidencia y dentro de la especulación.
Desde la tecnología digital, en cambio, emergen formas nuevas de “sobrevivir”, basados en archivos, bots y avatares que prolongan nuestra huella, posibles emulaciones futuras de cerebros humanas que funcionen como copias funcionales e incluso multiversos digitales donde nuestra identidad se ramifica y persiste más allá de nuestro cuerpo.
Estas vías no resuelven la muerte, pero sí reconfiguran la experiencia de la pérdida y la continuidad del yo. Quizá, dentro de unas décadas, sea normal conversar con las versiones digitales de familiares fallecidos, o colaborar con un agente de IA entrenado en nuestro propio estilo de pensamiento.
En este escenario híbrido, de cuerpos que viven más y datos que no mueren, la pregunta deja de ser simplemente “¿podemos ser inmortales?” y pasa a ser ¿qué tipo de inmortalidad queremos, y para quién?
Desde la neurociencia, la criminología, el diseño de ciudades y la psicología del comportamiento humano, hay un hilo común. Cada nueva capa de tecnología amplifica tanto nuestras capacidades como nuestros sesgos. La misma pulsión que convirtió a Saint-Germain en un mito puede convertir a cualquier promesa de “vida eterna” en un producto de mercado, en un culto o en un instrumento de poder.
Quizá la postura más sana hoy sea una mezcla de realismo y ambición. Realismo para no confundir marketing con ciencia, ni leyenda con dato. Ambición para empujar las fronteras de la salud, el bienestar y la calidad de vida, y para imaginar usos éticos de la tecnología que permitan que más personas vivan más y mejor.
La muerte, de momento, sigue ahí, invicta. Pero la manera en que llegamos a ella, la huella que dejamos y la continuidad de nuestras ideas y relaciones sí están cambiando de forma acelerada.
Tal vez la verdadera “inmortalidad” del siglo XXI no sea la de un cuerpo que nunca muere, sino la de mente, vínculos y obras que se multiplican a través de los multiversos digitales, mientras aprendemos a convivir con la paradoja de ser, a la vez, datos casi eternos y organismos radicalmente finitos.
Ahora medita bien esta pregunta. Si mañana te ofrecieran elegir entre 40 años extra de vida biológica saludable o la certeza de una copia digital tuya plenamente funcional que seguirá existiendo indefinidamente tras tu muerte ¿qué opción escogerías, y por qué?
Referencias
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