La importancia del buen ejemplo

Introducción

En tiempos de polarización política, crisis institucional y creciente desafección ciudadana, el papel que ejercen las figuras públicas como referentes éticos cobra una importancia crítica.

Las sociedades democráticas se sostienen, en gran medida, sobre pilares que no solo son legales o administrativos, sino morales, como la confianza, la transparencia y el ejemplo. Cuando estos pilares se erosionan, especialmente por comportamientos corruptos o moralmente reprobables por parte de quienes ostentan el poder, el impacto va más allá del ámbito judicial o político; alcanza profundamente la cultura, la percepción ciudadana y la conciencia colectiva, afectando de forma más sensible a los jóvenes, que en sus años formativos, buscan (aunque a veces de forma inconsciente) modelos de conducta.

España, en los últimos años, ha sido testigo de una serie de escándalos de corrupción que salpican a figuras relevantes de distintos partidos. Desde el caso Koldo, que implica al exministro socialista José Luis Ábalos por contratos irregulares en plena pandemia, hasta la imputación de Ione Belarra, exministra de Derechos Sociales y líder de Podemos, por su presunta vinculación con el caso Neurona, pasando por episodios como el caso Tito Berni o el eterno retorno del caso Gürtel, la sensación compartida por buena parte de la ciudadanía es de hartazgo, incredulidad y frustración. La respuesta de los líderes políticos ante estas situaciones, cuando no es el silencio, suele adoptar una actitud defensiva, eludiendo responsabilidades, señalando a terceros o victimizándose ante lo que consideran campañas de acoso judicial o mediático.

Este artículo no busca hacer un juicio partidista ni posicionarse ideológicamente. Su objetivo es más profundo y ambicioso, tratando de analizar, desde una perspectiva ética, filosófica y científica, si el comportamiento actual de los líderes políticos españoles está enviando los mensajes adecuados a la sociedad, especialmente a los jóvenes.

Porque más allá de los resultados de las investigaciones judiciales, lo que verdaderamente está en juego es la cultura del ejemplo, ese intangible moral que da sentido a las normas escritas y legitima a quienes las representan. Si la juventud percibe que el poder se usa para enriquecerse, que no hay consecuencias claras ante la corrupción o que la falta de ejemplaridad no impide prosperar políticamente, ¿qué tipo de ciudadanía se está cultivando? ¿qué valores se están interiorizando?

 

“Los políticos, aunque no lo quieran, educan. Lo hacen con su conducta, con sus discursos, con su actitud frente a los problemas. Son modelos de ciudadanía, para bien o para mal” –  Victoria Camps, filósofa española experta en ética pública

 

Todo líder político está enseñando algo constantemente, incluso cuando calla o esquiva responsabilidades. La cuestión crucial, que trataremos de responder con argumentos sólidos y referencias empíricas, es qué están enseñando realmente nuestros líderes actuales y qué deberíamos esperar de ellos si aspiramos a una sociedad más justa, íntegra y moralmente consciente.

El verdadero mensaje de los líderes políticos

En un contexto democrático, los ciudadanos no solo valoran las decisiones políticas por sus resultados técnicos, sino por los gestos, las actitudes y los valores implícitos en quienes las ejecutan. El problema ético más preocupante en la política española reciente no es solo la existencia de casos de corrupción o ilegalidad, sino la forma en que los dirigentes reaccionan ante ellos, lo que transmiten con su actitud, su lenguaje y su capacidad (o falta de ella) para asumir consecuencias.

La ciencia política, la psicología moral y la comunicación política coinciden en un punto crucial: la percepción pública de la integridad se construye en el momento de la crisis, no antes. Es en ese instante, cuando aparece un caso, una sospecha o una contradicción, donde el político revela su verdadera dimensión ética. Y lo que se ha visto en la política española reciente, de forma abrumadoramente generalizada, es una cultura del relato defensivo, de la negación, del blindaje interno y de la victimización.

Una actitud constante ha sido la negación como primera reacción automática, incluso ante hechos documentados o judicializados. Esta reacción se ve tanto en la derecha como en la izquierda, y produce en la ciudadanía una sensación de desconexión con la realidad. El líder niega, no para aclarar, sino para marcar territorio.

Vemos ejemplso claros con Ione Belarra acusando de «persecución política» al ser imputada por el caso Neurona, sin matizar ni mostrar disposición a la autocrítica, o en Isabel Díaz Ayuso afirmando que todo se trata de un ataque personal cuando se revelan contratos vinculados a su entorno familiar.

Desde el punto de vista de la psicología social, esta actitud refuerza un fenómeno conocido como disonancia cognitiva colectiva, en la que los votantes fieles adaptan su moral para justificar al líder, lo que erosiona el juicio crítico y refuerza el pensamiento tribal. Según Leon Festinger, este tipo de disonancia sostenida puede generar desgaste emocional e indiferencia moral.

Otra estrategia habitual es el silencio estratégico. El líder o su partido evita pronunciarse, espera que pase el escándalo, reacciona solo si los medios presionan o si hay daño electoral. Esta falta de respuesta produce una sensación pública de impunidad tolerada, y da lugar a una lectura emocional clara: “esto es más habitual de lo que nos dicen”.

Aquí vemos a Pedro Sánchez evitando una respuesta tajante ante la imputación de José Luis Ábalos, hasta que el coste reputacional fue demasiado alto, o al Partido Popular cerrando filas durante años alrededor de Francisco Camps, incluso después de múltiples causas judiciales.

La neurociencia ha demostrado que el silencio institucional ante una conducta inmoral activa en el cerebro juvenil los mismos circuitos que la aprobación tácita. Es decir, si nadie reacciona, el comportamiento se normaliza (estudios de Greene, 2014).

Una tercera actitud muy extendida es convertirse en víctima de una persecución ideológica, mediática o judicial, sin abordar el fondo del asunto. Esto transforma al político implicado en héroe de su grupo, polarizando aún más el debate ético y deslegitimando las instituciones que lo investigan.

Esta narrativa se ha vuelto especialmente común en partidos con fuerte carga simbólica e identitaria, como Podemos o sectores del independentismo catalán, aunque también aparece en el PP cuando habla de “lawfare” o “justicia politizada”.

El resultado es el debilitamiento de la percepción de objetividad institucional. Según el informe Trust in Government (OCDE, 2023), los países donde más se politizan las decisiones judiciales son los que registran menor participación electoral joven y mayor creencia en teorías conspirativas.

En muchos partidos, el reflejo inmediato ante un caso es proteger al implicado si es una figura influyente. El cálculo es partidista: mejor perder algo de reputación que dividir la estructura interna o sacrificar una figura fuerte.

Este blindaje se camufla con apelaciones a la presunción de inocencia o a la falta de sentencia firme. Pero la responsabilidad ética no depende de un juez, sino de la conciencia política. Esta confusión deliberada entre lo penal y lo moral da lugar a un mensaje devastador: “si no hay condena, no pasó nada”.

Un ejemplo paradigmático es el de José Luis Ábalos, quien no dimite tras el caso Koldo, se mantiene en el Congreso, pasa al Grupo Mixto y el PSOE guarda silencio hasta que los titulares son insostenibles.

Quizá la actitud más preocupante es la falta total de reparación del daño institucional y simbólico. Incluso cuando alguien dimite, lo hace sin autocrítica, sin reconocer el daño, sin proponer cambios para evitar que se repita. No hay pedagogía, no hay narrativa de redención, no hay asunción pública de culpa.

Esta ausencia destruye el valor del ejemplo. Como explica Jonathan Haidt en The Righteous Mind (2012), el comportamiento moral no se construye sobre el castigo, sino sobre la experiencia de vergüenza, reconocimiento y reconciliación. Y eso está completamente ausente hoy en la cultura política española.

La crisis ética de la política española no se mide por el número de casos, sino por la actitud estructural ante los mismos. Lo que los líderes enseñan, a través de su lenguaje, sus silencios y sus estrategias, es que lo importante no es actuar con principios, sino saber resistir la tormenta. Y eso, a nivel emocional y educativo, es devastador.

En lugar de construir una cultura de responsabilidad, estamos educando, especialmente a los jóvenes, en una cultura de justificación, blindaje y cinismo.

Como sociedad, debemos empezar a exigir no solo que no roben, sino que representen la ética que decimos defender.

El papel de los políticos como referentes morales

La política no es solo una práctica técnica de gestión del poder. Desde una perspectiva ética, los líderes políticos son, les guste o no, modelos de conducta, agentes formadores del imaginario social y referentes para el comportamiento colectivo.

Para Immanuel Kant, la moral se funda en la universalidad del deber. Su célebre imperativo categórico establece que debemos actuar de forma tal que nuestra conducta pueda convertirse en una ley universal. Esta regla de oro ética implica que quien ocupa un cargo público debe preguntarse en cada decisión: ¿querría que todos hicieran lo mismo que yo en esta situación?

Desde este marco, la doble moral que practican muchos líderes, defender la legalidad y la ética solo cuando conviene, callar o justificar cuando el implicado es afín, es incompatible con una ética kantiana. En la práctica política actual, este principio es sistemáticamente ignorado y se perdona a compañeros de partido aunque hayan actuado mal, porque “es un caso puntual” o “no está demostrado”, se exige dimisión al adversario con escándalo, pero se minimiza el escándalo propio y se usan principios universales (feminismo, transparencia, derechos) de forma condicional, según el contexto político.

Este comportamiento transmite a la ciudadanía, especialmente a los jóvenes, la idea de que la ética no es un deber interior, sino una herramienta de conveniencia. Lo que Kant consideraría un fracaso moral absoluto.

Por su parte, la filósofa Hannah Arendt analizó el fenómeno del mal no como producto del fanatismo, sino de la rutina, la obediencia ciega y la falta de pensamiento crítico. En su análisis sobre el juicio de Adolf Eichmann, introdujo el concepto de “banalidad del mal”, señalando que el daño más profundo puede provenir de personas que, sin tener intención malvada, simplemente no piensan en las consecuencias éticas de sus actos.

Este concepto se aplica con inquietante precisión a muchos líderes políticos contemporáneos. No se trata de que todos sean “malos” en el sentido tradicional, sino de que muchos han dejado de pensar éticamente, limitándose a reaccionar con cálculo de daños. Esta irresponsabilidad reflexiva produce una moral de mínimos, donde la ética se reduce a no ser condenado por un tribunal.

Los jóvenes captan esta falta de pensamiento crítico. Cuando un líder no reflexiona públicamente sobre el bien y el mal, sobre el deber y la coherencia, sino solo sobre lo útil, enseña a relativizar la ética. Como resultado, el cinismo se convierte en cultura.

Para John Rawls, la justicia es el principio más importante de una sociedad bien ordenada. Su teoría de la justicia como equidad plantea que las instituciones deben actuar de forma que, si nadie supiera qué posición ocupará en la sociedad, las aceptaría como justas.

Desde este enfoque, la corrupción y la falta de ejemplaridad son atentados contra el principio de equidad. Si los ciudadanos saben que hay una élite que puede saltarse normas, beneficiarse del poder o blindarse de consecuencias, se rompe el contrato social. El sistema deja de ser legítimo, aunque funcione jurídicamente.

El comportamiento ético de los líderes tiene, entonces, una dimensión estructural en la que sin ejemplaridad, no hay confianza y sin confianza, no hay democracia funcional. El déficit ético de la clase política debilita las instituciones porque las convierte en espacios percibidos como injustos, especialmente por los jóvenes que acceden al sistema desde posiciones más vulnerables.

Los estudios recientes en neurociencia moral han demostrado que los seres humanos, y particularmente los jóvenes, desarrollan su sistema de valores observando conductas reales, no solo escuchando discursos. El modelo del aprendizaje por imitación, descrito por Albert Bandura, muestra que el ejemplo es una herramienta de enseñanza más potente que cualquier contenido verbal.

Las regiones del cerebro asociadas con la empatía, la culpa o el juicio moral (como la corteza prefrontal medial o la amígdala) se activan más intensamente cuando los jóvenes observan coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Cuando hay contradicción, esas mismas áreas se desactivan y refuerzan la indiferencia o el escepticismo.

Por tanto, cada vez que un político habla de honestidad pero actúa con cinismo, enseña a desconfiar de los principios morales. Y esta lección es más poderosa que mil charlas educativas. La incoherencia reiterada en figuras públicas deteriora las conexiones neuronales asociadas a la confianza cívica.

Tres pensadores contemporáneos ayudan a completar esta visión.

Por un lado, José Antonio Marina plantea que los líderes tienen una función educativa, forman el carácter social, el sentido de responsabilidad, la autoestima colectiva. Si fracasan en esto, el precio es la desmoralización del sistema.

Por su parte, Michael Sandel, en su crítica al «gobierno de los expertos», sostiene que la política debe recuperar el lenguaje del bien común, la virtud cívica y el deber moral. Cuando todo se reduce a técnica y gestión, se pierde el alma democrática.

Finalmente, Fernando Savater afirma que la ética consiste en saber vivir bien con los demás. El político, por tanto, debe guiar no solo desde el poder, sino desde el ejemplo de convivencia.

En conjunto, estos autores coinciden en que la ejemplaridad no es un añadido estético de la política, es su esencia moral.

Los líderes políticos no pueden reducir su rol a lo jurídico o lo táctico. Cada una de sus acciones, y omisiones, tiene una carga simbólica que educa, moldea y dirige el comportamiento colectivo. Si el ejemplo que ofrecen es el de la relativización moral, el oportunismo y la falta de autocrítica, el mensaje que se transmite a la sociedad, y especialmente a los jóvenes, es devastador: que el poder no necesita ética, solo estrategia.

La pregunta no es si los políticos deberían ser éticos, sino ¿cómo esperamos que los ciudadanos sean mejores si sus líderes no lo son?

Impacto a corto y largo plazo en el pensamiento de los jóvenes

Los jóvenes no son solo receptores pasivos del contexto social; son constructores de cultura, identidad y sentido moral. Sin embargo, su desarrollo ético y su percepción del mundo están fuertemente influenciados por los modelos que la sociedad les ofrece. La repetición sistemática de comportamientos reprobables por parte de figuras políticas, y la falta de consecuencias reales, tiene un impacto psicológico, social y cívico profundo, tanto a corto como a largo plazo.

La teoría del aprendizaje social formulada por Albert Bandura afirma que las personas aprenden observando el comportamiento de otros, especialmente figuras de autoridad. Esto es aún más cierto en la adolescencia y la juventud, periodos donde la identidad y el sistema de valores están en formación. Las figuras públicas, como políticos, deportistas o artistas, actúan como modelos. El refuerzo (positivo o negativo) que reciben determina si su conducta se interioriza o se rechaza.

Cuando un joven observa que un político implicado en corrupción no dimite, no se disculpa y además continúa su carrera profesional sin consecuencias, el mensaje implícito es claro: el poder permite actuar sin ética, siempre que se controle el relato.

Si este tipo de comportamientos se repite y se normaliza, los jóvenes comienzan a desarrollar una tolerancia moral decreciente.

Estudios longitudinales, como el de Tisak et al. (2014) sobre el desarrollo moral en adolescentes, indican que la exposición continua a modelos sociales corruptos produce una interiorización de normas flexibles, donde las reglas pueden “adaptarse” según las circunstancias o la conveniencia personal.

El CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas), junto con informes de instituciones como la Fundación SM y el INJUVE, ha detectado una creciente desafección política juvenil como tendencia sostenida en la última década. Los jóvenes creen, en su mayoría, que la política está alejada de sus intereses reales. Consideran que es un juego de poder entre élites que no se rige por principios, sino por intereses y que no castiga a quienes actúan de forma inmoral.

Según el informe “Jóvenes españoles 2023” de la Fundación SM, el 68% de los jóvenes encuestados cree que «la mayoría de los políticos mienten con frecuencia». El 52% considera que «la política es una herramienta para enriquecerse». Pero lo más preocupante es que el 41% acepta que “hay que saber moverse aunque eso implique incumplir algunas normas”.

Esto indica un efecto doble. A corto plazo se genera desconfianza, cinismo, abstención electoral, menor implicación cívica. A largo plazo se llega a la normalización del oportunismo, debilitamiento del juicio ético, instrumentalización de los valores.

Los estudios en neurociencia del desarrollo moral han demostrado que el cerebro adolescente posee una alta plasticidad emocional y cognitiva. La corteza prefrontal, encargada del juicio moral y la toma de decisiones complejas, se desarrolla plenamente hacia los 25 años. Esto significa que los jóvenes están especialmente expuestos a los entornos culturales y sociales que habitan.

El investigador Joshua Greene y su equipo (Harvard University, 2017) han demostrado que los juicios morales se forman tanto desde el razonamiento como desde la emocionalidad empática. Si el entorno político carece de empatía, responsabilidad o justicia, el cerebro juvenil modela estos esquemas como aceptables o incluso deseables.

En términos concretos, la repetición de escándalos sin consecuencias no solo genera indignación; modela redes neuronales donde la ética pierde prioridad ante la eficacia o el poder.

Otro efecto a largo plazo es la creación de una cultura del relativismo moral: todo es discutible, todo puede justificarse si se articula bien. Este fenómeno se ve reforzado por la retórica de muchos líderes, que utilizan el lenguaje para distorsionar la verdad o suavizar los hechos. Así, términos como “fallos administrativos”, “errores técnicos” o “persecución política” sustituyen a palabras como “corrupción”, “mentira” o “responsabilidad”.

Esta manipulación discursiva genera confusión moral. Como señalaba el filósofo Zygmunt Bauman, vivimos en una “modernidad líquida” donde los valores son frágiles y el compromiso ético se ve como una carga. Cuando los políticos validan ese modelo, lo expanden culturalmente.

Los jóvenes, al no tener referentes claros, desarrollan actitudes defensivas, pragmáticas o incluso nihilistas, es decir “si todos hacen trampa, lo inteligente es no quedarse atrás”.

Cabe destacar el denominado “efecto Mateo” (sociología del conocimiento) que describe cómo quienes ya tienen poder o ventajas, tienden a recibir aún más. Aplicado al terreno moral, podemos hablar de un “efecto Mateo ético”, entendiendo que quienes se comportan sin escrúpulos, pero tienen poder, reciben menos sanción social que quienes actúan éticamente desde posiciones de vulnerabilidad.

Esto genera un entorno profundamente desmotivador para los jóvenes que sí desean actuar con integridad. El mensaje que reciben es “ser honesto no sirve. Lo que sirve es saber moverse, tener contactos, dominar el relato”.

Este desequilibrio ético refuerza la desesperanza, la desmovilización y la búsqueda de salidas individuales frente al compromiso colectivo.

Finalmente, la espectacularización de la política, la estrategia mediática y la comunicación de marca personal por encima de los principios ha llevado a que muchos jóvenes asocien el éxito político no con el liderazgo ético, sino con la capacidad de escándalo, provocación o manipulación.

Plataformas como TikTok, Twitch o X (antes Twitter) amplifican el modelo del político influencer, más preocupado por el impacto viral que por el contenido ético de su mensaje. Cuando los líderes compiten en popularidad en lugar de en integridad, los jóvenes aprenden que la política es una performance, no un servicio público.

La conducta de los líderes políticos no solo genera consecuencias legales o mediáticas: forma, moldea y dirige la conciencia moral de las nuevas generaciones. La falta de ejemplaridad tiene un efecto devastador en la cultura juvenil, provocando cinismo, indiferencia o imitación acrítica. Y lo que hoy parece “simple desafección”, mañana puede ser reproducción sistémica de comportamientos corruptos, pero internalizados como normales.

Si la sociedad no exige a sus líderes un comportamiento ético sólido, ¿cómo pedirá después a sus ciudadanos, especialmente a sus jóvenes, que actúen con integridad?

¿Cómo debería actuar un líder político ejemplar?

Propuestas desde la ética aplicada y la filosofía cívica

La política no es una cuestión únicamente de eficiencia, sino también, y sobre todo, de integridad moral. Si bien el sistema democrático incluye mecanismos jurídicos para controlar el poder, estos no sustituyen la necesidad de liderazgos ejemplares que inspiren, eduquen y dignifiquen la acción pública.

Cada gesto, cada palabra, cada decisión de un dirigente político educa a la ciudadanía en lo que es tolerable, lo que es correcto y lo que debe respetarse. Por eso, el político debe asumir que su conducta tiene un valor formativo, aunque no lo pretenda.

Un líder ejemplar no se define por su capacidad de ganar elecciones, sino por:

  • Asumir responsabilidades personales cuando comete errores, incluso antes de que la justicia lo obligue.
  • Proteger la integridad del cargo que ocupa, no su interés particular o partidista.
  • Reconocer públicamente sus contradicciones o fallos éticos y aprender de ellos.
  • Dar prioridad al bien común, incluso cuando esto suponga un coste personal o político.

Esto requiere abandonar la lógica defensiva y sustituirla por una actitud de responsabilidad proactiva.

Uno de los mayores tabúes en la política española es la dimisión voluntaria. Se percibe como una derrota, una admisión de culpa o un error irreparable. Sin embargo, en culturas democráticas maduras, la dimisión se considera un acto de higiene institucional y de respeto a la ciudadanía. En países como Reino Unido, Suecia o Alemania, un político puede renunciar por conflictos éticos, no solo por delitos.

Desde la filosofía ética, la dimisión no debe entenderse como un castigo, sino como un acto de respeto institucional, una forma de proteger la credibilidad de las instituciones y una oportunidad de reconstruir el vínculo con la ciudadanía. Dimitir, en este contexto, es ejercer la responsabilidad en su forma más elevada y priorizar el interés colectivo sobre la supervivencia individual.

La dimisión ha sido tradicionalmente entendida como el acto político más directo para asumir responsabilidades ante un fallo, un escándalo o una pérdida de legitimidad. Sin embargo, en el contexto contemporáneo, donde el relato público, la polarización ideológica y la manipulación emocional están en auge, la dimisión ha perdido parte de su fuerza simbólica. En muchos casos, se ve como una estrategia de cálculo, una retirada preventiva o incluso una forma de victimismo político.

Llegado el caso ¿es necesaria la dimisión? Aparentemente, ante la evaluación realizada, sí.

Pero ¿es suficiente? La respuesta es compleja. No siempre.

Desde una perspectiva ética y política rigurosa, la dimisión no puede ser el único indicador de integridad. En algunos casos, incluso puede ser demasiado fácil. Dimitir sin asumir culpa, sin reflexionar, sin reparar, sin transformar. Entonces, ¿qué otras vías existen para una verdadera regeneración ética?

La ética política, como explica Norberto Bobbio en «Ética y política», no debe confundirse con la simple legalidad ni con el coste político. Bobbio sostiene que la ética exige responsabilidad retrospectiva (por los actos cometidos) y prospectiva (por los efectos que desencadenan en la sociedad).

Desde esta doble responsabilidad, dimitir es el mínimo necesario, pero no el fin del proceso ético. Lo esencial no es solo irse, sino cómo se va, qué se dice al irse, qué consecuencias se asumen y, sobre todo, qué transformación propone el político saliente.

Los estudios recientes en liderazgo público y comportamiento ético, como los de Linda Treviño y Michael E. Brown en «Ethical Leadership: A Review and Future Directions» (2005), demuestran que los líderes verdaderamente transformadores no solo reconocen el fallo, sino que convierten la crisis en una oportunidad de aprendizaje público. Esto implica:

  • Reconocer el daño causado, no solo el fallo cometido.
  • Explicar con transparencia cómo ocurrió el error.
  • Pedir perdón con humildad auténtica, no como gesto performativo.
  • Proponer reformas estructurales concretas.
  • Quedarse (temporalmente) para liderar la reparación si es éticamente viable.

Esto último es clave. En algunas culturas políticas maduras, no se exige siempre la dimisión inmediata, sino un proceso de rendición y reparación pública. En esos casos, el líder se queda mientras repara. Dimite solo si fracasa. Esto requiere una ciudadanía exigente, medios libres y partidos democráticos internamente.

Incluso podríamos hablar de que existe algo más potente que la dimisión: la responsabilidad transformadora.

El filósofo alemán Hans Jonas, en «El principio de responsabilidad», sostiene que la verdadera ética del poder consiste en proteger las condiciones de la vida futura. Si lo trasladamos al contexto político, implica que el dirigente no solo debe asumir consecuencias individuales, sino transformar el sistema que permitió su error.

Así, lo que verdaderamente es más potente que la dimisión es la asunción activa de la responsabilidad estructural.

Esto significa:

  1. Reconocer públicamente no solo el hecho aislado, sino el marco institucional que lo permitió.
  2. Liderar un proceso de reforma o depuración interna en el partido o institución implicada.
  3. Utilizar la visibilidad del escándalo para denunciar el sistema de incentivos perversos que lo propició.
  4. Renunciar a beneficios adquiridos (indemnizaciones, jubilaciones blindadas, sueldos públicos posteriores).

Este tipo de acción tiene un enorme poder educativo. Como lo muestran estudios de psicología moral de Jonathan Haidt (The Righteous Mind, 2012), la ciudadanía no busca políticos perfectos, sino referentes morales auténticos que asuman sus límites y los enfrenten. La coherencia en la rectificación genera más admiración que la corrección perfecta.

Un concepto poco trabajado en la política española es el de perdón público auténtico. En culturas como la sudafricana (tras el apartheid) o la chilena (tras la dictadura), el acto de pedir perdón con verdad, arrepentimiento y propósito de enmienda tuvo más impacto que muchas condenas judiciales.

Para que esto funcione, el líder debe evitar la teatralización, renunciar a la justificación ideológica, escuchar a las víctimas o afectados  no usar el perdón como escudo, sino como puente hacia la transformación.

El perdón éticamente válido tiene un coste: renunciar al poder, al privilegio, al relato fácil. Pero su efecto regenerador es socialmente incalculable.

La clave está en la gradualidad ética.

Si el daño es grave y estructural se requiere una dimisión inmediata  y una reparación desde fuera. Si el daño es subsanable y el político muestra voluntad de cambio bastaría con que asuma la responsabilidad activa sin dimisión inmediata, pero con fiscalización pública rigurosa. Pero si no hay reconocimiento, ni humildad, ni cambio, entonces es necesaria la inhabilitación moral y presión ciudadana para forzar la dimisión o destitución.

La decisión, entonces, no debe ser binaria. Lo verdaderamente revolucionario sería institucionalizar estos procesos éticos de rendición pública, mediante protocolos avalados por órganos independientes de integridad política.

La dimisión, en sí misma, no garantiza ética. Puede ser usada como cortafuegos o estrategia de victimismo. Lo verdaderamente ético no es irse: es transformar desde el daño, rendir cuentas de forma educativa, y aceptar consecuencias reales. Si a esto se suma la renuncia a beneficios, la transparencia radical y la denuncia del sistema que falló, el efecto político es profundo.

La democracia no necesita más dimisiones vacías. Necesita más políticos capaces de caer, reconocer, reparar y enseñar.

Pero no podemos confiar únicamente en la buena voluntad de las personas. La ejemplaridad debe institucionalizarse. Algunas propuestas clave podrían ser:

  • Códigos éticos vinculantes en partidos y parlamentos, con mecanismos de control internos e independientes.
  • Consejos de ética política con potestad para emitir informes públicos sobre comportamientos dudosos.
  • Transparencia radical: agendas públicas, trazabilidad de contratos, publicidad de conflictos de interés.
  • Incompatibilidades reales entre cargos y empresas privadas, puertas giratorias o asesorías opacas.
  • Límites temporales y rotación de cargos para evitar estructuras clientelares o personalismos eternos.

Estas medidas no eliminan todos los riesgos, pero hacen más difícil la corrupción estructural y fomentan culturas organizacionales sanas.

Desde la educación primaria hasta los medios de comunicación, pasando por las estructuras partidarias, debe promoverse una filosofía de la integridad. Esta filosofía se basa en el valor de la coherencia entre lo que se dice y se hace, en el respeto a las normas como expresión del bien común, no como obstáculos, en la admiración pública hacia quienes renuncian al privilegio cuando han fallado y en crear una cultura de la responsabilidad como virtud cívica, no como carga legal.

El filósofo estadounidense Michael Sandel insiste en que la ciudadanía no puede construirse sin una conversación pública sobre la virtud. En este sentido, los políticos no pueden actuar como “gestores neutrales”: están obligados moralmente a ser ejemplos vivos de los valores que dicen representar.

Un líder político ejemplar no es perfecto, pero sí es radicalmente responsable. Su ética no se mide solo en términos legales, sino en su capacidad de mostrar coherencia, asumir fallos, proteger las instituciones y educar a través de su ejemplo. Si los políticos no actúan como modelos, ¿quién lo hará? Si relativizan los principios, ¿qué tipo de sociedad quieren construir?

Los jóvenes no necesitan políticos carismáticos, necesitan líderes coherentes, responsables y valientes. Dar el ejemplo adecuado no es un lujo moral, es la condición mínima para una democracia digna.

Conclusiones

Este artículo ha planteado una pregunta tan sencilla como profunda ¿están nuestros líderes políticos dando el ejemplo adecuado? Y tras revisar hechos, comportamientos, reacciones, principios filosóficos y evidencias científicas, la respuesta es, de forma alarmante y rotunda, que no.

Durante los últimos años, la política española ha estado salpicada por una cadena continua de casos de corrupción, conflictos éticos y comportamientos reprobables tanto en lo público como en lo privado. Pero más preocupante que los hechos en sí ha sido la reacción dominante ante ellos. Evasión, negación, relativismo, victimismo. En vez de ejercer un liderazgo ejemplar, muchos dirigentes han reducido la política a un relato defensivo, a una estrategia de supervivencia, olvidando su papel como referentes morales en la esfera pública.

El daño más profundo no es institucional, es moral

La ciudadanía, y especialmente los jóvenes, no solo observa lo que ocurre, sino aprende de ello. Como demuestra la psicología del desarrollo moral, el cerebro adolescente construye sus modelos de referencia a través de la conducta observable de quienes detentan poder. Si lo que ve es que el poder permite incumplir normas, proteger a los propios, usar eufemismos en lugar de verdad y no asumir consecuencias, lo que interioriza no es solo desconfianza, sino una peligrosa normalización del cinismo y la amoralidad instrumental.

Esto no es una cuestión de sensaciones o interpretaciones. Hay evidencia empírica clara.  Los estudios de la Fundación SM, el INJUVE o el CIS muestran una generación joven que cree cada vez menos en la política, pero no por indiferencia ideológica, sino por rechazo a la incoherencia moral. La neurociencia muestra que cuando el entorno cultural valida la falta de ética, el juicio moral se desactiva progresivamente. La ética filosófica enseña que sin referentes virtuosos no hay cohesión social ni sentido de pertenencia cívica.

Por eso, la conclusión de este análisis no puede ser solo una denuncia. Tiene que ser una propuesta de acción moral, política y cultural.

La política debe recuperar el valor de la coherencia. No basta con declarar principios; hay que vivirlos. No basta con exigir al otro; hay que empezar por uno mismo.

La ciudadanía debe exigir no solo legalidad, sino ejemplaridad. El listón ético no debe estar en el Código Penal, sino en el sentido del deber.

Los partidos políticos deben institucionalizar la ética. Sin mecanismos internos de control, transparencia y sanción, el sistema se autorreproduce en la impunidad.

La comunicación política debe dejar de ser propaganda y volver a ser pedagogía. Quien tiene un micrófono, tiene una responsabilidad. Cada mensaje debe educar, no anestesiar.

Los medios de comunicación y la sociedad civil deben fomentar una cultura del reconocimiento del error. No se trata de castigar eternamente, sino de permitir que la caída sea transformadora si hay verdad, arrepentimiento y propósito de enmienda.

Los líderes deben saber que su misión no es durar, sino servir. Y que servir no es acumular poder, sino dejar una sociedad mejor que la que encontraron.

No se trata de perfección, sino de integridad. Nadie exige líderes impolutos, infalibles o santificados. Pero sí líderes coherentes, valientes moralmente, y sobre todo, conscientes del poder que tienen como modelos sociales. Un dirigente que asume su error, que pide perdón sin condiciones, que se retira cuando daña el bien común o que lidera la reparación con humildad, enseña más que mil discursos bienintencionados.

Porque el ejemplo no es un ornamento moral; es la base pedagógica de la democracia.

Y tú, que estás leyendo esto:

¿Qué estás dispuesto a exigir de tus líderes? ¿Solo que no te roben, o que te representen con integridad?
¿Te basta con que no te estafen demasiado, o necesitas confiar, admirar y respetar a quien toma decisiones en tu nombre?

Y si te parece exagerado hablar de “robo”, piensa en esto ¿y si mañana entraran directamente en tu casa a robarte? ¿No te defenderías? ¿No te indignarías? ¿No lo denunciarías?

¿Acaso no está ocurriendo ya, de forma menos visible, pero igual de dañina, cuando se usan tus impuestos para enriquecerse, cuando se degrada tu confianza, cuando se burlan de tus principios desde un cargo público que tú les diste?

La corrupción y la falta de ejemplaridad no son abstracciones: son ataques directos al tejido de tu vida, a tu dignidad como ciudadano, a la educación de tus hijos, a tu esperanza colectiva.

Si no defendemos nuestra casa moral, nos la irán desmantelando ladrillo a ladrillo, mientras discutimos si hay pruebas suficientes para reaccionar.

Referencias

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