Una historia real (o casi)
Madrid, 30 de abril de 2015. Palacio de los Deportes.
El Real Madrid ganaba con comodidad al Unicaja en un partido de liga ACB. La atención estaba en los veteranos, en la rotación de cara a los playoffs, en los detalles tácticos de Pablo Laso. Pero de pronto, el ambiente cambió.
Con apenas 16 años y 2 meses, Luka Doncic entraba a la pista. El público, primero sorprendido, se fue poniendo en pie. No era un debut cualquiera, era el jugador más joven en vestir de blanco en aquella década.
En la primera posesión apenas tocó el balón. En la segunda, botó tímidamente. Y en la tercera, la historia se escribió.
Recibió en la esquina, levantó la vista, hizo un pequeño amago y lanzó. El balón voló con una parábola perfecta, redonda, limpia. Swish. Primeros puntos como profesional.
El Palacio estalló. No importaba el marcador, ni la clasificación. Lo que todos entendieron en ese instante es que aquel chico no estaba allí por azar. Había sentido el tiro como si llevara toda la vida en esa pista. La sonrisa que dibujó al volver corriendo a defender era la señal: sabía que lo había hecho bien. No porque la canasta entrara, eso fue la consecuencia, sino porque el gesto, la sensación, la fluidez, habían sido las correctas.
Esa primera canasta fue mucho más que dos puntos. Fue el nacimiento de una certeza: la confianza no nace de la estadística, sino de la capacidad de reconocer, incluso a los 16 años, que el proceso es el adecuado. Ese día, Doncic dejó claro que estaba listo no solo para jugar, sino para creer.
Introducción
En el baloncesto, hay momentos que trascienden la estadística. Un triple puede valer tres puntos siempre, pero no todos los triples son iguales. No es lo mismo un lanzamiento desesperado que un tiro que, incluso antes de tocar la red, transmite al tirador y a todo el pabellón que va dentro. Quien ha jugado, aunque sea en la cancha del barrio, lo sabe. Hay veces en que el balón vuela y algo en el cuerpo susurra que lo has hecho bien.
Luka Doncic lo muestra de forma magistral. No porque anote siempre, nadie lo hace, sino porque ha desarrollado un radar interior que le permite distinguir de inmediato cuándo un tiro fue el correcto. Esa certeza, más allá de la conversión, es la que alimenta su confianza y la de quienes lo rodean. En ese paso atrás suyo, en ese gesto tan reconocible, no solo hay talento técnico, hay también un sistema de señales internas y externas que el cerebro procesa a una velocidad imposible de racionalizar en tiempo real.
El tiro perfecto, dicen los entrenadores, no se mide con números durante el partido. Se siente. El ángulo de salida puede ser de entre 50 a 55 grados, pero el jugador no lleva un goniómetro en la muñeca. Lo que lleva es un repertorio de sensaciones kinestésicas, visuales y auditivas que funcionan como un lenguaje secreto entre su cuerpo y su mente.
La biomecánica del tiro ha buscado durante décadas la respuesta a una pregunta aparentemente sencilla: ¿cuál es el ángulo perfecto?
Los estudios (Brancazio, 1981; Tran & Silverberg, 2008) coinciden en que el rango más eficiente se sitúa entre 45 y 55 grados respecto al suelo, con ligeras variaciones según la altura del jugador y la distancia al aro.
- En el tiro libre (4,57 m), el ángulo ideal ronda los 51–52°, con una velocidad de salida cercana a 7 m/s.
- En el triple NBA (7,24 m), el ángulo óptimo se eleva a 52–55°, con una velocidad de salida algo mayor (8–8,5 m/s).
- Por debajo de 45°, el tiro se vuelve plano y aumenta la probabilidad de chocar con el aro delantero.
- Por encima de 55–56°, la parábola se convierte en un “globo” difícil de controlar en distancia.
Traducido al lenguaje del jugador, el tiro correcto es aquel en que el balón sube entre 1,5 y 2 metros por encima del aro en su punto más alto y cae con un ángulo descendente pronunciado. Esa referencia visual sencilla corresponde a los valores matemáticos que la ciencia define como óptimos.
La pelota que sube un par de metros por encima del aro, la parábola suave y descendente, el sonido limpio de la red o el rebote blando en el tablero. Cada pista confirma al jugador que va por buen camino.
En realidad, el baloncesto ofrece aquí una lección universal. Porque esa misma dinámica ocurre fuera de la cancha, en cualquier entorno donde la precisión y la confianza son claves. En una presentación de negocios, en una negociación compleja, en una decisión de liderazgo. No siempre tenemos datos perfectos al instante. No siempre podemos detenernos a calcular. Pero sí podemos reconocer señales, en nuestro cuerpo, en la reacción del entorno, en pequeños detalles inmediatos, que nos dicen si lo estamos haciendo bien.
La neurociencia lo explica. El cerebro no espera a tener toda la información para decidir si una acción es adecuada. Combina percepciones sensoriales, patrones aprendidos y experiencias pasadas para emitir juicios casi automáticos, que luego interpretamos como intuiciones o certezas. En el tiro de Doncic, eso se traduce en un gesto natural de muñeca o en la imagen mental de la pelota cayendo dentro. En el mundo profesional, se traduce en la sensación de que una frase en una reunión fluyó con claridad, en el clima de atención que generan nuestras palabras, en el silencio respetuoso que se abre después de un argumento convincente.
La confianza no es, entonces, una consecuencia exclusiva del éxito medible. Es también, sobre todo, el fruto de aprender a identificar esas señales correctas en el proceso, de celebrar un buen arco, aunque el balón no entre, de reconocer un buen razonamiento, aunque la respuesta final todavía no esté completa.
El reto, tanto para los deportistas como para los profesionales, es doble. Primero, entrenar la capacidad de percibir esas sensaciones y convertirlas en referencias prácticas. Segundo, educar la mente para reforzar la confianza en el proceso, sin quedar esclavizados por el resultado inmediato. Porque los fallos llegarán siempre, pero si cada intento se siente bien ejecutado, la confianza no se quiebra, sino que se fortalece.
En este artículo analizo el estilo de lanzamiento a canasta de Luka Doncic y de cómo saber que lo estás haciendo bien, aunque la pelota no siempre entre, aunque el marcador no siempre te sonría. De cómo reconocer las pistas que confirman que estás en el camino correcto y de cómo esas sensaciones, invisibles pero reales, se convierten en la base más sólida para la confianza duradera.
El cuerpo como sensor
En apariencia, el tiro de Doncic es un acto técnico: recibir, botar, crear espacio, elevarse y soltar el balón.
Pero detrás de cada lanzamiento hay un concierto silencioso de músculos, nervios y percepciones que funciona como un sistema de sensores en tiempo real. El cuerpo humano no es solo la herramienta que ejecuta el tiro, es también el laboratorio que lo evalúa al instante.
La ciencia del aprendizaje motor lo explica con claridad. El cerebro no controla cada movimiento como un director de orquesta que da órdenes detalladas a cada instrumento. Lo hace a través de patrones coordinados llamados “programas motores” (Schmidt & Lee, 2011). Estos programas, almacenados en la memoria procedimental, permiten que un jugador como Doncic realice un step-back sin pensar en cada ángulo de articulación o en la secuencia exacta de músculos. El cuerpo “sabe” qué hacer porque ha repetido esa acción miles de veces.
Lo fascinante ocurre después. Cuando el movimiento termina y el balón vuela, el cuerpo también “sabe” si fue correcto. No por magia, sino gracias a la retroalimentación sensorial. Los receptores propioceptivos, ubicados en músculos, tendones y articulaciones, envían al cerebro información instantánea sobre la posición del codo, la tensión en la muñeca, la extensión de las piernas. Esa información, procesada en milisegundos, se compara con el patrón esperado. Si coinciden, aparece la sensación de fluidez. Y esa fluidez es lo que Doncic sonríe al sentir incluso antes de que el balón caiga en la red.
En neurociencia cognitiva, este fenómeno se asocia con el concepto de eferent copy. Cada vez que el cerebro envía una orden motora, genera una copia interna que predice la consecuencia del movimiento (Wolpert & Ghahramani, 2000). Si la predicción coincide con la retroalimentación real, el cerebro “sabe” que lo hizo bien. Por eso un jugador puede reconocer la calidad de su tiro sin necesidad de esperar el resultado externo.
El baloncesto, así, se convierte en un ejercicio de confianza en las señales internas. Y la confianza es, en esencia, la capacidad de interpretar correctamente esas señales. En el caso de Doncic, cuando su codo sube de forma natural, cuando la muñeca se suelta sin rigidez, cuando siente que el empuje de las piernas no fue hacia adelante sino hacia arriba, su cuerpo le confirma: ese ángulo es el correcto.
Este principio trasciende el deporte. En el mundo profesional, el cuerpo también funciona como sensor en situaciones de alta presión.
Un orador, por ejemplo, percibe en su respiración y en el ritmo de su voz si está transmitiendo con claridad. Un músico sabe por la tensión de sus manos si está ejecutando con precisión, aunque aún no haya escuchado la nota final. Un líder en una negociación percibe, a través de microgestos y tono corporal, si su mensaje está resonando en la otra parte. No hace falta esperar al “resultado” (el aplauso, la firma del contrato, la ovación). El cuerpo ofrece pistas inmediatas que anticipan el desenlace.
Desde la psicología organizacional, se ha demostrado que las personas con mayor interocepción, la capacidad de percibir señales internas del cuerpo. tienden a tomar decisiones más firmes y seguras bajo presión (Herbert et al., 2012). Esto ocurre porque, igual que en el baloncesto, no dependen solo de la información externa tardía, sino de la lectura de señales inmediatas. Un profesional que nota cómo su voz fluye, cómo sus manos se mueven con naturalidad, cómo la respiración acompaña el discurso, refuerza la confianza en tiempo real.
Lo interesante es que estas señales no siempre coinciden con el resultado final. Doncic puede sentir que ejecutó un tiro perfecto y, sin embargo, fallar por un ligero desajuste en la fuerza o por una buena defensa rival. Pero eso no invalida la sensación de corrección. Al contrario, le enseña a confiar en que, manteniendo esas señales internas, los resultados positivos llegarán por acumulación.
Del mismo modo, un profesional puede preparar una presentación impecable, sentir que transmitió con claridad y, aun así, no lograr el objetivo inmediato. La clave está en diferenciar entre proceso y resultado. Si el proceso es consistente, la confianza se fortalece, aunque el resultado puntual sea adverso.
Aquí emerge un aprendizaje fundamental para deportistas y líderes: entrenar no solo la ejecución, sino también la percepción.
Igual que un tirador practica miles de lanzamientos hasta reconocer la sensación de un arco correcto, un profesional puede entrenar la conciencia corporal y emocional para reconocer cuándo está comunicando bien, cuándo está liderando con presencia, cuándo está fluyendo en su tarea. Esto se logra con rutinas de auto-feedback, con pausas conscientes para registrar lo que se siente, con entrenamientos que no se centran únicamente en métricas externas, sino en el desarrollo de esa brújula interna.
En el fondo, el cuerpo es el primer evaluador de nuestro desempeño. Y aprender a escucharlo es el camino más sólido hacia la confianza estable. Doncic sonríe antes de que la red suene porque su cuerpo ya le dijo lo esencial. Y nosotros, en cualquier escenario profesional, podemos sonreír con la misma certeza cuando reconocemos que lo que estamos haciendo se siente bien hecho, más allá de que el resultado tarde en llegar.
Ver lo invisible
Más allá de lo que siente su cuerpo, Doncic juega con otra ventaja: sus ojos. En cada step-back, en cada lanzamiento tras bote, hay un repertorio de imágenes que le sirven como brújula. La pelota no solo sale de sus manos, viaja siguiendo referencias visuales que le confirman, incluso antes de entrar que estaba en el camino correcto.
El tiro de baloncesto es, en gran medida, un acto de visión anticipada. No basta con mirar el aro, hay que interpretar la altura máxima, la curva de la trayectoria, el punto de entrada.
Los entrenadores lo simplifican con frases claras. “Que la bola suba por encima del tablero”, “Apunta al aro trasero, no al delantero”, “Haz que caiga dentro”. Son metáforas visuales que transforman un dato físico, un ángulo de 50–55 grados, en una imagen práctica.
La ciencia respalda esta intuición. La corteza visual no solo registra lo que ocurre, también predice trayectorias. Investigaciones sobre percepción en deportes de interceptación (Mann, Williams, Ward & Janelle, 2007) muestran que los atletas de élite anticipan mejor porque procesan patrones visuales globales. No siguen el balón como si fuera una cámara lenta, sino que reconocen la forma general de la parábola y proyectan su desenlace. Cuando Doncic sonríe después de soltar el tiro, es porque su cerebro ya ha “visto” la curva correcta.
Lo fascinante es que estas referencias visuales no son idénticas para todos. Algunos jugadores sienten seguridad cuando ven que la pelota sube lo suficiente sobre el aro, otros, cuando la imaginan entrando con un ángulo descendente pronunciado. En todos los casos, lo que importa es que la mente construya una imagen interna de éxito que funcione como ancla.
En el mundo profesional, ocurre algo similar. Un presentador experto no se limita a leer diapositivas, proyecta imágenes mentales que le guían. Observa si el público asiente, si los ojos siguen la explicación, si hay silencio o murmullos. Estas señales visuales externas son equivalentes a la “altura del balón” en el tiro. No garantizan el resultado, pero confirman que la trayectoria es la adecuada.
La psicología cognitiva denomina a este fenómeno feedback visual externo. Esto es la capacidad de usar pistas inmediatas para ajustar el rendimiento en tiempo real. En un estudio clásico, Vickers (1996) acuñó el concepto de quiet eye como la fijación visual estable en un punto clave justo antes de ejecutar una acción. Los tiradores de élite, como Doncic, mantienen la mirada en la diana (el aro trasero, en su caso) un instante más que los jugadores promedio. Esa fijación mejora la precisión porque estabiliza la atención y refuerza la confianza.
Este hallazgo tiene una traducción directa al mundo de la empresa. Antes de responder a una pregunta difícil en una reunión, un líder puede detener su mirada un segundo en su interlocutor, proyectando calma y control. Esa pausa visual, su propio “quiet eye”, no solo mejora la calidad de la respuesta, también envía un mensaje de confianza a los demás.
Lo invisible del tiro, entonces, no es el ángulo matemático, sino la capacidad de ver la trayectoria con claridad antes de que suceda. Y en la vida profesional, lo invisible no es la diapositiva o el dato, sino la imagen mental de cómo queremos que fluya el mensaje, la atención que prestamos a los gestos del entorno y la certeza que proyectamos con la mirada.
En ambos casos, el desafío es el mismo: transformar números abstractos en referencias visibles, humanas, inmediatas.
Doncic no piensa en grados, piensa en que la pelota “caiga dentro”. El buen directivo no piensa en KPIs al hablar, piensa en la cara de quien tiene delante. Y esa conversión de lo invisible en visible es lo que convierte la técnica en confianza.
El refuerzo de la confianza
Cuando Luka Doncic debutó con apenas 16 años en el Real Madrid, pocos podían imaginar que en menos de dos temporadas sería el líder de un equipo que conquistaría la Euroliga. No era aún la superestrella que después dominaría la NBA, pero ya transmitía una seguridad extraña para su edad. Esa confianza no brotó de la nada: fue cultivada con un contexto que reforzaba cada buen gesto técnico, más allá de si el balón entraba o no.
Pablo Laso, su entrenador en el Madrid, lo entendió pronto. Con Doncic, la clave no era exigirle resultados inmediatos, sino validar el proceso. Tras un tiro fallado, bastaba una palabra corta: “Bien hecho, buen arco”. Esa retroalimentación positiva no buscaba premiar el acierto, sino señalar que la mecánica había sido la correcta. El mensaje era claro: confía en tu proceso, los resultados llegarán.
Ese tipo de refuerzo es lo que en psicología del aprendizaje se denomina feedback de conocimiento de la ejecución (Schmidt & Wrisberg, 2008). No importa solo el resultado final, sino la calidad de la acción realizada.
En la selección eslovena, algo similar sucedió bajo la dirección de Igor Kokoškov. Durante el Eurobasket 2017, donde Doncic y Dragic lideraron a su país hacia un histórico oro, se vio cómo el staff reforzaba constantemente la confianza del joven Luka. Incluso cuando fallaba tiros en momentos importantes, la reacción del equipo era inmediata: palmadas, palabras de aliento, reconocimiento al gesto técnico. Esa cultura de confianza permitió que un jugador de apenas 18 años asumiera triples decisivos como si llevara una década en la élite.
La neurociencia del refuerzo confirma por qué esto funciona. Cada vez que un entrenador valida la mecánica correcta, activa en el jugador un circuito dopaminérgico asociado al aprendizaje y la motivación (Wise, 2004). El cerebro interpreta ese feedback como una señal de progreso y consolida la conducta, independientemente de si el resultado fue exitoso. Esto genera una confianza más estable, porque no depende del azar del acierto puntual, sino de la percepción de control sobre el proceso.
En el mundo empresarial, ocurre lo mismo. Un líder que solo reconoce a su equipo cuando el proyecto “entra”, es decir, cuando cierra un contrato, consigue un cliente o logra un KPI, crea una confianza frágil, atada a resultados externos muchas veces incontrolables. En cambio, un líder que valida el proceso correcto, la calidad de una presentación, la claridad de un análisis o la creatividad de una solución construye una confianza duradera. Porque enseña al equipo que lo importante no es tanto “si entra” como “si se ejecuta bien”.
La psicología organizacional ha estudiado este fenómeno bajo el concepto de autoeficacia (Bandura, 1997). La autoeficacia no es la creencia abstracta de que uno es bueno, sino la convicción específica de que puede ejecutar con éxito una tarea determinada. Esa convicción se fortalece cuando los líderes refuerzan no solo los logros, sino las señales de que el proceso fue bien encaminado.
Doncic lo vivió en sus primeras etapas profesionales. En Madrid, Laso y los veteranos le repetían que cada tiro con buen arco sumaba a su desarrollo, aunque fallara. En Eslovenia, Dragic lo alentaba a seguir tirando tras un fallo porque había visto en la parábola y en la confianza del gesto la señal de que el siguiente entraría. Esos mensajes moldearon a un jugador que no se derrumba tras el error, sino que sonríe y repite la mecánica porque sabe que está en la senda correcta.
En el mundo profesional, esa misma dinámica es vital. Un equipo de trabajo que recibe refuerzos por el proceso correcto, por ejemplo, un análisis bien planteado, aunque no derive en un contrato firmado, desarrolla resiliencia. Sabe que no todo depende de factores externos. Y esa resiliencia se convierte en la base de la confianza colectiva, igual que ocurrió con Doncic en sus primeros años en Europa.
El refuerzo de la confianza, entonces, no se trata de aplaudir solo cuando la pelota entra. Se trata de celebrar cuando el arco es bueno, cuando la trayectoria es la adecuada, cuando la ejecución transmite que el camino está bien trazado. Esa práctica, tanto en el deporte como en la empresa, convierte a los equipos en grupos capaces de mantener la confianza aun en medio de los fallos inevitables.
Rutinas de auto-feedback
Hay un gesto casi imperceptible en Doncic después de muchos de sus lanzamientos. No siempre sonríe ni levanta el puño. A veces simplemente baja la cabeza, se toca el antebrazo o mira un instante hacia el aro como si estuviera evaluando un detalle invisible. No está pendiente del marcador, ni de la cámara. Está aplicando una rutina silenciosa de auto-feedback, un chequeo rápido entre lo que sintió en el cuerpo, lo que vio en la trayectoria y lo que escuchó en el contacto con el aro.
Estas micro-rutinas son, en realidad, uno de los secretos de su consistencia. No dependen de un entrenador ni de la estadística, sino de la capacidad de un jugador para darse a sí mismo información útil en tiempo real.
La psicología del deporte lo ha estudiado extensamente. Los atletas de élite desarrollan estrategias de self-monitoring, donde evalúan aspectos concretos de su ejecución para ajustar la siguiente.
Jackson y Csikszentmihalyi (1999) describieron en sus investigaciones sobre flow cómo los deportistas entran en estados de máxima concentración cuando el feedback es inmediato y claro. En el tiro de Doncic, ese feedback no es si el balón entró, sino si la curva fue suave, si la muñeca se liberó natural, si la pelota alcanzó la altura prevista.
Luka es conocido por repetir secuencias de lanzamiento en los entrenamientos con una obsesión particular. No busca encestar diez seguidos, sino encestar diez que “se sientan iguales”. Esa distinción es crucial, porque entrena no solo el resultado, sino la percepción de la mecánica correcta.
En palabras de un preparador físico del Real Madrid en la época en que Doncic formó parte del club: “Él sabía que cuando sentía el tiro correcto, los demás entrarían solos”. En la selección eslovena, durante el Eurobasket 2017, Kokoškov fomentaba esa misma lógica. Tras un fallo, el mensaje era “ajusta en el siguiente, no cambies todo”. Eso obligaba al jugador a observar, escuchar, sentir y luego corregir un detalle mínimo. Así, Doncic aprendió a confiar en un proceso de auto-corrección constante que evitaba el colapso mental después de un error.
En el mundo profesional, las rutinas de auto-feedback cumplen el mismo papel. Un orador que evalúa su respiración y el contacto visual después de una respuesta difícil está haciendo lo mismo que Doncic tras un tiro: revisa señales internas y externas para ajustar la siguiente acción. Un equipo que después de una reunión analiza no solo si consiguió el objetivo, sino cómo fluyó la comunicación, está practicando un feedback que fortalece la confianza.
La neurociencia muestra que esta práctica es especialmente eficaz porque entrena al cerebro en metacognición, la capacidad de evaluar la propia actuación, lo que fortalece circuitos de control en la corteza prefrontal (Fleming & Dolan, 2012).
En otras palabras, cada vez que reconocemos nuestras sensaciones de “bien hecho” o “ajustar un poco más”, entrenamos el cerebro para regular la confianza de manera autónoma.
En la cancha, Doncic traduce esa rutina en claves corta, como “más alto”, “mano en la red”, “fondo del aro”. En la empresa, esas claves pueden ser igual de sencillas, como “habla más despacio”, “mira al cliente”, “resume en una frase”. Lo importante no es complicar el análisis, sino tener un sistema breve y claro que permita ajustes inmediatos sin derrumbar la confianza.
Al final, la rutina de auto-feedback es la forma en que un jugador o un profesional se dice a sí mismo “no necesito que alguien me confirme si lo hice bien, yo puedo reconocerlo”. Y esa autonomía, tanto en el deporte como en la empresa, es la semilla de una confianza que no depende del azar ni del resultado, sino del dominio consciente del propio proceso.
Conclusión
En el fondo, lo que Luka Doncic nos enseña no es solo cómo lanzar un step-back con apariencia de arte. Lo que muestra, con cada sonrisa anticipada, es una lección universal sobre la confianza. Esa confianza no brota del azar ni se construye únicamente con victorias; se cultiva a través de señales, rutinas y aprendizajes que permiten al jugador saber, en el instante, que lo está haciendo bien.
El baloncesto es un terreno fértil para comprender esta lógica. Un tiro puede entrar por casualidad, rebotando varias veces en el aro antes de caer. Y puede fallar un lanzamiento técnicamente perfecto por apenas un milímetro de diferencia. Si la confianza dependiera solo de esos resultados puntuales, incluso los mejores tiradores vivirían en un vaivén emocional constante. Pero la confianza estable se apoya en otra cosa, en la capacidad de identificar y celebrar las señales correctas del proceso, aunque el marcador no lo premie de inmediato.
En la vida profesional ocurre exactamente lo mismo. No todas las presentaciones logran convencer, no todas las estrategias se convierten en contratos firmados, no todas las ideas son aceptadas a la primera. Pero cada profesional puede desarrollar un radar similar al de Doncic y puede reconocer en la claridad del mensaje, en la atención del público, en la coherencia de la argumentación, que la trayectoria es la adecuada. No se trata de ignorar los resultados, sino de no dejar que sean la única brújula de la confianza.
La neurociencia del aprendizaje motor y de la metacognición confirma que este enfoque es más sostenible. Cuando reforzamos la percepción de que hemos ejecutado bien, aunque el resultado no acompañe, activamos los mismos circuitos cerebrales que consolidan el aprendizaje y la motivación. Por el contrario, cuando solo celebramos el éxito final, dejamos que la confianza dependa de factores externos, a menudo incontrolables.
Doncic lo vivió en carne propia desde sus primeros pasos en la élite. En el Real Madrid, cada vez que repetía un tiro con el arco correcto, escuchaba de su entrenador un “bien hecho”, aunque fallara. En la selección eslovena, cada vez que ejecutaba con la mecánica adecuada, sus compañeros lo alentaban a seguir tirando. Así se construyó un jugador capaz de arriesgar en los momentos más tensos, porque su confianza no se quebraba con un fallo puntual. Lo que se había cultivado era algo más profundo: la convicción de que, mientras mantuviera sus sensaciones correctas, los resultados terminarían llegando.
En el mundo corporativo, el paralelismo es evidente. Los equipos más resilientes son aquellos que han aprendido a reforzar los procesos correctos, aunque los resultados inmediatos no siempre sean favorables. Un proyecto bien estructurado, una comunicación clara o una negociación honesta son señales que, aunque no siempre se traduzcan en éxito instantáneo, indican que el camino es el correcto. Los líderes que saben celebrarlas construyen entornos donde la confianza no se rompe ante el primer fracaso.
La gran lección es que “saber que lo haces bien” no significa infalibilidad, sino consciencia. Significa aprender a escuchar al cuerpo como sensor, a observar referencias visuales que guían, a reconocer las pistas auditivas que confirman, y a aplicar rutinas de auto-feedback que permiten ajustes inmediatos. Significa también aceptar que fallar no invalida un proceso bien hecho, sino que lo enriquece y lo afina.
En el deporte, como en la empresa, no siempre podemos controlar el resultado. El rival, el azar, el contexto, juegan su papel. Pero sí podemos controlar nuestra capacidad de identificar las sensaciones correctas, de reforzar lo que se hizo bien, de mantener la confianza en el proceso. Esa es la verdadera diferencia entre quienes se derrumban tras un error y quienes sonríen como Doncic, sabiendo que el próximo tiro volverá a sentirse correcto.
Quizá ese sea el secreto más valioso que ofrece el baloncesto a la vida profesional: que el éxito duradero no se construye sobre la obsesión por cada resultado, sino sobre la sabiduría de reconocer y confiar en los patrones que nos dicen que vamos en la dirección adecuada. Por tanto, no busques que todas entren, busca que todas tengan la misma parábola buena. El resto, tarde o temprano, acaba entrando.
Referencias
- Bandura, A. (1997). Self-efficacy: The exercise of control. New York: W. H. Freeman.
- Fleming, S. M., & Dolan, R. J. (2012). The neural basis of metacognitive ability. Philosophical Transactions of the Royal Society B: Biological Sciences, 367(1594), 1338–1349. https://doi.org/10.1098/rstb.2011.0417
- Herbert, B. M., Pollatos, O., & Schandry, R. (2012). Interoception and emotion experience. In M. D. Robinson, E. R. Watkins, & E. Harmon-Jones (Eds.), Handbook of cognition and emotion (pp. 189–208). New York: Guilford Press.
- Jackson, S. A., & Csikszentmihalyi, M. (1999). Flow in sports: The keys to optimal experiences and performances. Champaign, IL: Human Kinetics.
- Mann, D. T. Y., Williams, A. M., Ward, P., & Janelle, C. M. (2007). Perceptual-cognitive expertise in sport: A meta-analysis. Journal of Sport and Exercise Psychology, 29(4), 457–478. https://doi.org/10.1123/jsep.29.4.457
- Schmidt, R. A., & Lee, T. D. (2011). Motor learning and performance: From principles to application (5th ed.). Champaign, IL: Human Kinetics.
- Schmidt, R. A., & Wrisberg, C. A. (2008). Motor learning and performance: A situation-based learning approach (4th ed.). Champaign, IL: Human Kinetics.
- Vickers, J. N. (1996). Visual control when aiming at a far target. Journal of Experimental Psychology: Human Perception and Performance, 22(2), 342–354. https://doi.org/10.1037/0096-1523.22.2.342
- Wise, R. A. (2004). Dopamine, learning and motivation. Nature Reviews Neuroscience, 5(6), 483–494. https://doi.org/10.1038/nrn1406
- Wolpert, D. M., & Ghahramani, Z. (2000). Computational principles of movement neuroscience. Nature Neuroscience, 3(Suppl.), 1212–1217. https://doi.org/10.1038/81497
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