Incentivos, presencia social e identidad (en el deporte y en la empresa)

Una historia real (o casi)

Seattle, mediados de los 90. El KeyArena vibra con los Sonics de Gary Payton y Shawn Kemp, uno de los dúos más espectaculares de la NBA.

Pero, entre mates y defensas asfixiantes, un alero rubio, discreto, entra desde el banquillo. El público lo recibe con aplausos cómplices. Saben que en cuanto pisa la pista, algo cambia.

Es Detlef Schrempf, alemán, tres veces All-Star, dos veces ganador del premio al Mejor Sexto Hombre de la NBA (1991, 1992).

No busca ser portada. Su papel es otro, es anotar cuando el equipo lo necesita, dar consistencia en momentos clave y, sobre todo, aceptar y abrazar un rol que no siempre es agradecido.

En una liga de egos, Schrempf se convirtió en un símbolo de pertenencia. Entendió que su identidad no dependía de ser titular, sino de aportar al colectivo en el momento y forma en que se lo pedían.

Introducción

Detlef Schrempf nació en Leverkusen, Alemania, en 1963. Llegó a Estados Unidos en su adolescencia, primero a un instituto de Washington y después a la Universidad de Washington, donde destacó como alero versátil. Fue elegido en el Draft de 1985 por los Dallas Mavericks y después pasó por Indiana Pacers, Seattle Supersonics y Portland Trail Blazers.

Su carrera fue longeva y exitosa. Tres veces All-Star, miembro de quintetos NBA, medallista olímpico con Alemania. Pero lo que lo convirtió en figura especial fue su aceptación del rol de “sexto hombre”, ser el primero en salir del banquillo y aportar energía, anotación y liderazgo silencioso.

En vez de resistirse, lo convirtió en identidad. Ese gesto de humildad y adaptación le abrió la puerta a una carrera de casi dos décadas en la élite.

En este estudio exploramos la trayectoria de Detlef Schrempf como un caso ejemplar para comprender cómo los roles, los incentivos y la presencia social configuran no solo la dinámica de un equipo de baloncesto, sino también la identidad profesional en entornos organizacionales.

Roles como insignias de identidad

En psicología social, los roles no son simples tareas asignadas, sino verdaderas insignias de pertenencia. Representan la manera en que los individuos se insertan en un sistema, otorgándoles identidad dentro del colectivo. Aceptar un rol implica asumir una narrativa que dice “yo soy parte de esto”, más allá de lo visible o lo silencioso de la función. Cuando esa aceptación ocurre con orgullo, el grupo se fortalece y la cohesión se vuelve más resistente que cualquier talento aislado.

Detlef Schrempf aprendió esta lección mucho antes de llegar a la NBA. Adolescente alemán en un instituto del estado de Washington, se enfrentaba a un entorno nuevo, sin dominar el idioma y rodeado de costumbres desconocidas. Allí descubrió que sobrevivir y prosperar dependía de adaptarse y encontrar un espacio útil en el equipo. En lugar de reclamar protagonismo, abrazó el papel que le tocaba y lo convirtió en vía de integración. Esa capacidad de leer el contexto y ajustar su identidad lo acompañaría a lo largo de toda su carrera.

Su consagración llegó en Indiana, cuando fue nombrado dos veces consecutivas Mejor Sexto Hombre de la NBA. Lejos de vivirlo como un estigma, Schrempf convirtió esa etiqueta en un símbolo de madurez profesional. Desde el banquillo, se transformaba en la chispa capaz de alterar la dinámica de un partido, aportando puntos, versatilidad defensiva y liderazgo silencioso. Era el jugador que demostraba que la excelencia no depende de los focos, sino de la constancia en el rol que el equipo necesita. Los equipos más efectivos son aquellos en los que sus miembros interiorizan y dignifican sus funciones, generando estabilidad y confianza (Hackman, 2002).

En este sentido, el ejemplo de Schrempf resulta especialmente valioso para el ámbito empresarial. Las organizaciones también se sostienen en un entramado de roles visibles e invisibles, donde el éxito no depende únicamente de quienes aparecen en primera línea, sino de aquellos que, como el sexto hombre, garantizan consistencia en los momentos clave. La cultura laboral florece cuando un analista, un coordinador o un técnico de soporte entienden que su papel no es accesorio, sino imprescindible para que el conjunto funcione. Esa aceptación genera respeto mutuo y fortalece la identidad del grupo.

Finalmente, la neurociencia confirma que el orgullo al desempeñar un rol activa mecanismos cerebrales vinculados a la recompensa y la pertenencia. Lieberman (2013) señala que el córtex prefrontal medial y el estriado ventral participan en integrar la percepción de utilidad social con la identidad individual. Así, cuando un jugador como Schrempf o un profesional en la oficina reconocen que su rol aporta valor al conjunto, experimentan un bienestar que trasciende la gratificación externa. Convertir un rol en insignia no es resignarse, es transformar la función en identidad, y con ello reforzar al grupo entero.

Incentivos intrínsecos frente a extrínsecos

Detlef Schrempf nunca fue un jugador de titulares ruidosos ni de protagonismo mediático. A diferencia de otros contemporáneos, su motivación no se centraba en acaparar portadas o asegurar contratos deslumbrantes. Su motor era más silencioso y profundo: la mejora constante, el deseo de contribuir a la victoria y el orgullo de pertenecer a un colectivo competitivo. Los dos premios consecutivos al Mejor Sexto Hombre de la NBA, en 1991 y 1992, no fueron metas perseguidas con obsesión, sino la consecuencia natural de su compromiso con un trabajo bien hecho.

La psicología de la motivación ha demostrado que este tipo de enfoque es más sostenible. Edward Deci y Richard Ryan (1985), con su teoría de la autodeterminación, evidenciaron que los incentivos intrínsecos (el sentido de propósito, el aprendizaje continuo, la autonomía y la conexión social)  sostienen la motivación a largo plazo mucho más que los incentivos extrínsecos como el dinero, el reconocimiento superficial o el estatus. Schrempf encarnaba este principio en la cancha. No necesitaba la luz de los focos para rendir, porque su satisfacción provenía de ser útil y eficaz para sus compañeros.

En su paso por Seattle, jugando al lado de figuras como Gary Payton y Shawn Kemp, Schrempf pudo haber sentido la tentación de reclamar un protagonismo mayor. Sin embargo, aceptó y potenció un lugar diferente: ser la pieza que equilibraba al equipo, aportando tiro exterior, rebote y versatilidad táctica. Ese compromiso, basado en motivaciones internas, le permitió extender su carrera en la élite hasta casi los 40 años, algo que pocos jugadores alcanzan en un entorno tan competitivo. Su longevidad deportiva fue la prueba viviente de que cuando la motivación está anclada en la pasión y no en la recompensa externa, la energía se renueva de manera natural.

Este mismo principio se traslada al mundo empresarial. Muchas compañías aún diseñan sus sistemas de incentivos desde la lógica extrínseca con bonos por objetivos, ascensos vinculados a cifras, reconocimientos ligados a métricas de productividad. Sin embargo, la investigación organizacional demuestra que, aunque estos estímulos funcionan a corto plazo, rara vez generan compromiso genuino o creatividad sostenida. Lo que de verdad fortalece la motivación es ofrecer acceso a información, oportunidades de aprendizaje, espacios de autonomía y reconocimiento honesto del rol desempeñado. Tal como Schrempf construyó su identidad a partir de ser útil en el banquillo, un empleado encuentra motivación duradera cuando siente que su tarea contribuye al propósito colectivo, más allá de su visibilidad inmediata.

La neurociencia también respalda esta idea. Estudios recientes muestran que las recompensas intrínsecas activan el sistema dopaminérgico de manera más estable y duradera que las recompensas extrínsecas, al estar asociadas con la satisfacción de necesidades psicológicas básicas como la competencia, la autonomía y la relación social. En términos simples: cuando alguien trabaja, o juega al baloncesto, movido por un propósito interno, su cerebro interpreta esa actividad no como una obligación, sino como una fuente de bienestar. Eso explica por qué Schrempf, sin buscar ser estrella, se convirtió en un ejemplo de motivación perdurable y en un modelo aplicable tanto a la cancha como a la oficina.

Ser parte del nosotros

En los vestuarios de los Seattle Supersonics de mediados de los noventa, la figura de Detlef Schrempf no era la más ruidosa. Gary Payton dominaba con su carácter extrovertido, Shawn Kemp con su potencia física. Schrempf, en cambio, ejercía un liderazgo silencioso. No necesitaba monopolizar la palabra ni imponer su autoridad. Su sola presencia, la consistencia de su juego y su disposición a cumplir siempre con lo que se le pedía, generaban un clima de confianza. Era el jugador que inspiraba no por lo que decía, sino por cómo se comportaba.

Este fenómeno puede explicarse desde la psicología social a través del concepto de “presencia social”. Amy Edmondson (1999) lo vinculó a la seguridad psicológica. Cuando en un equipo todos los roles son respetados y validados, incluso los menos visibles, se crea un entorno donde las personas se sienten parte del “nosotros”. Schrempf no necesitaba ser el primero en el marcador para ser valorado. Su compromiso y regularidad eran señales claras de pertenencia, y eso fortalecía la identidad colectiva de los Sonics.

Su capacidad para consolidar esta presencia social venía, en parte, de su trayectoria personal. Como europeo en la NBA, un entorno dominado por estadounidenses, Schrempf entendía lo que significaba sentirse outsider. Esa condición le obligó a construir credibilidad desde la coherencia y la entrega. El respeto que se ganó en cada franquicia no fue producto de declaraciones altisonantes, sino de la certeza que transmitía. Si estaba en la pista, el equipo podía confiar en él. Esa fiabilidad lo convirtió en un referente silencioso, un modelo para los jóvenes que entraban al vestuario.

En las organizaciones ocurre lo mismo. La presencia social de un profesional no se mide únicamente por el número de reuniones que lidera ni por su capacidad de hablar en público, sino por la consistencia de su contribución y la confianza que genera en los demás. Un empleado que cumple sus compromisos, respalda a sus compañeros y mantiene la calma en los momentos críticos, aunque no tenga un cargo de dirección, se convierte en un punto de anclaje emocional para el grupo. Esa fiabilidad es muchas veces más valiosa que la visibilidad.

Desde la neurociencia, la pertenencia social activa áreas cerebrales vinculadas al bienestar y la regulación emocional, como el córtex cingulado anterior y la ínsula. Estas regiones procesan el dolor social de la exclusión, pero también el placer de la inclusión. Cuando un individuo percibe que su rol es validado y que forma parte de un “nosotros”, se reduce el estrés y se incrementa la motivación intrínseca. En ese sentido, la carrera de Schrempf demuestra que la verdadera influencia no siempre se mide en decibelios, sino en la capacidad de sostener al grupo desde la consistencia y el compromiso.

Conclusión

La historia de Detlef Schrempf nos recuerda que el baloncesto, y por extensión cualquier actividad colectiva, no se construye solo con talento deslumbrante, sino con identidades asumidas, motivaciones bien alineadas y presencias sociales que sostienen la confianza del grupo. El alero alemán no fue una superestrella de titulares diarios, pero sí un símbolo de cómo un rol, cuando se abraza con orgullo, puede convertirse en una insignia de pertenencia tan valiosa como el liderazgo visible de un capitán.

Aceptar ser el “sexto hombre” en una liga marcada por egos y protagonismos no fue una renuncia, sino una afirmación de identidad. Schrempf entendió que lo importante no era dónde comenzaba el partido, sino cómo podía impactar en él cuando se le necesitaba. Esa decisión reflejaba un principio que la psicología social ha documentado repetidamente. Los equipos más sólidos son aquellos en los que los individuos interiorizan su rol como parte de su identidad (Hackman, 2002). En otras palabras, la cohesión no surge de la homogeneidad ni de las jerarquías rígidas, sino de la dignificación de cada contribución.

Su carrera también evidencia la diferencia entre incentivos extrínsecos y motivaciones intrínsecas. Mientras muchos jugadores perseguían contratos millonarios o cifras individuales, Schrempf encontraba motivación en mejorar su juego, en aportar desde la versatilidad, en ser parte de un colectivo que aspiraba a competir contra los mejores. Esa motivación interna, descrita por Deci y Ryan (1985) en su teoría de la autodeterminación, es la que permite sostener carreras largas y consistentes. Las recompensas externas pueden traer satisfacción inmediata, pero rara vez garantizan resiliencia. Los incentivos intrínsecos, en cambio, enraízan en lo más profundo del cerebro humano, activando sistemas dopaminérgicos de manera estable y generando una energía renovable que resiste el paso del tiempo.

Pero quizás el legado más sutil de Schrempf sea su capacidad para consolidar presencia social. En un vestuario donde las voces dominantes eran otras, él supo convertirse en referente desde la fiabilidad. Su ejemplo confirma lo que Edmondson (1999) llamó seguridad psicológica: los equipos prosperan cuando todos los roles son validados y cuando las personas sienten que forman parte de un “nosotros”. Schrempf no necesitaba ser la voz más fuerte ni la mano más visible; su coherencia diaria transmitía confianza y ofrecía un espacio seguro para que el resto pudiera brillar. Esa presencia, invisible para muchos, era la que mantenía el engranaje en movimiento.

El paralelismo con la empresa es inmediato. En el ámbito corporativo, se sigue valorando en exceso la visibilidad, la posición jerárquica y los logros individuales que pueden exhibirse en informes o presentaciones. Sin embargo, las organizaciones que alcanzan un rendimiento sostenido no lo hacen gracias a un puñado de estrellas, sino porque logran que cada persona entienda, acepte y se enorgullezca de su rol. Los sistemas de incentivos que priorizan únicamente los resultados económicos terminan erosionando la motivación y fomentando dinámicas de competencia interna. Por el contrario, aquellos que reconocen el valor de la contribución silenciosa, que ofrecen oportunidades de aprendizaje y que fortalecen el propósito compartido, generan culturas de compromiso y confianza.

La neurociencia aporta aquí una confirmación clave: el cerebro humano está diseñado para buscar pertenencia, para integrar identidad con propósito social. Lieberman (2013) mostró cómo las mismas áreas cerebrales que procesan recompensas materiales se activan cuando sentimos validación y reconocimiento social. Eso significa que, tanto en una cancha como en una oficina, el “salario emocional” (la certeza de ser parte de un proyecto, de ser valorado en el rol que desempeñamos) puede tener un impacto tan profundo, e incluso más duradero, que cualquier incentivo económico.

La lección de Schrempf también interpela al plano personal. Nos recuerda que no siempre tenemos que ser protagonistas para ser relevantes. Que el valor de nuestra contribución no se mide por la visibilidad inmediata, sino por el impacto que genera en el conjunto. Esta perspectiva ayuda a relativizar las obsesiones modernas con la exposición y el reconocimiento externo. En una época dominada por métricas de popularidad, desde redes sociales hasta rankings de desempeño, el ejemplo del alero alemán invita a preguntarnos ¿qué motiva de verdad nuestra acción?, ¿la gratificación instantánea o el propósito profundo de contribuir al grupo?

Para líderes y gestores, el mensaje es igualmente claro. Liderar no significa siempre ocupar el foco, sino crear las condiciones para que otros brillen. Significa reconocer la importancia de quienes no se ven y garantizar que todos los roles, incluso los aparentemente secundarios, se sientan valiosos. En palabras prácticas, diseñar culturas de respeto, establecer incentivos que refuercen el aprendizaje y el propósito, y cultivar entornos de seguridad psicológica donde cada persona sepa que su voz y su esfuerzo cuentan.

Schrempf, con su serenidad y consistencia, encarna ese tipo de liderazgo. No necesitó ser el máximo anotador ni el capitán para convertirse en un referente. Su ejemplo trasciende el baloncesto y se convierte en una metáfora universal: el verdadero éxito no está en acumular trofeos individuales, sino en sostener la identidad colectiva. Porque, al final, lo que permanece no es el brillo efímero de un titular, sino la huella que dejamos en la memoria del grupo.

En cualquier vestuario, en cualquier empresa, en cualquier comunidad, esa es la lección que aún resuena. Los equipos triunfan cuando cada miembro entiende que no todos son titulares, pero todos son necesarios.

Referencias

  • Deci, E. L., & Ryan, R. M. (1985). Intrinsic motivation and self-determination in human behavior. Springer Science & Business Media.
  • Edmondson, A. C. (1999). Psychological safety and learning behavior in work teams. Administrative Science Quarterly, 44(2), 350–383. https://doi.org/10.2307/2666999
  • Hackman, J. R. (2002). Leading teams: Setting the stage for great performances. Harvard Business School Press.
  • Lieberman, M. D. (2013). Social: Why our brains are wired to connect. Crown Publishing Group.
  • Ryan, R. M., & Deci, E. L. (2000). Self-determination theory and the facilitation of intrinsic motivation, social development, and well-being. American Psychologist, 55(1), 68–78. https://doi.org/10.1037/0003-066X.55.1.68
  • Gould, D., & Maynard, I. (2009). Psychological preparation for the Olympic Games. Journal of Sports Sciences, 27(13), 1393–1408. https://doi.org/10.1080/02640410903081845
  • Collins, J. (2001). Good to great: Why some companies make the leap… and others don’t. HarperBusiness.
  • Ariely, D., Gneezy, U., Loewenstein, G., & Mazar, N. (2009). Large stakes and big mistakes. The Review of Economic Studies, 76(2), 451–469. https://doi.org/10.1111/j.1467-937X.2009.00534.x

Nota del autor

Las imágenes presentadas en este artículo han sido cuidadosamente seleccionadas a partir de partidos en vivo y grabaciones de libre difusión, con el objetivo de enriquecer el contenido y la comprensión del lector sobre los conceptos discutidos.

Este trabajo se realiza exclusivamente con fines de investigación y divulgación educativa, sin buscar ningún beneficio económico.

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