Si hay algo que hemos aprendido a lo largo de la historia, es que cualquier intento de mejorar la vida en este planeta siempre es recibido con sospecha y, por supuesto, con la certeza absoluta de que detrás de cada avance se esconde una oscura conspiración. La Agenda 2030, ese vil plan urdido en los recónditos sótanos de las Naciones Unidas, no es la excepción. Algunos están convencidos de que esta agenda no es más que una fachada para instaurar un régimen global de control absoluto. Ya saben, como los Illuminati, pero con paneles solares y bicicletas.
Recordemos, por ejemplo, aquellos gloriosos días de la Edad Media, cuando el progreso también se vestía de conspiración. En aquellos tiempos, cuando un hombre osaba afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol, la respuesta era inmediata y contundente: “¡Hereje, satánico, confabulador de las estrellas!”. Porque, claro, cómo va a ser que la Tierra, ese noble centro del universo, se mueva como una vulgar piedra en el espacio. No, no, no. Eso lo decía un tal Copérnico, seguramente manipulado por una orden secreta con fines inescrutables, con la complicidad de algún astrólogo y la benévola ignorancia del populacho.
La situación actual no es muy diferente. La Agenda 2030, con sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, tiene algo de esa herejía científica que en su momento se condenó con tanto fervor. ¿Quién podría creer que estos nobles objetivos, que abarcan desde la erradicación de la pobreza hasta la protección del planeta, no esconden un macabro propósito? Es evidente que detrás de cada panel solar hay un chip, detrás de cada acuerdo climático, una agenda de despoblación, y detrás de cada llamado a la igualdad de género, un intento de subvertir el orden natural. ¡Qué decir de la paz y la justicia! ¿Quién en su sano juicio querría tal cosa?
Hace algunos siglos, la invención de la imprenta por Johannes Gutenberg fue recibida con un escepticismo similar. Se murmuraba que esa máquina infernal, capaz de reproducir libros en masa, no era sino una herramienta del diablo para propagar herejías y socavar la autoridad de la Iglesia. Y no es que la imprenta trajera consigo la proliferación del conocimiento, no. Lo que realmente hacía era preparar el terreno para la corrupción del alma y la pérdida de las tradiciones más sagradas. Los guardianes de la fe se apuraron en señalar que las ideas impresas eran un peligroso vehículo de subversión, un pretexto para el caos.
Volvamos al presente. La Agenda 2030, con su aire de progreso y sostenibilidad, es una imprenta moderna que, en lugar de difundir el saber, parece destinada a imponer un nuevo orden mundial. Según algunos, su verdadero propósito es acallar a los disidentes, eliminar las fronteras y convertir a la humanidad en un ejército homogéneo de consumidores conscientes y responsables. Pero claro, lo que se esconde tras esa cortina de supuesta bondad es el mayor de los males: el progreso. Y el progreso, como todos sabemos, no es más que la antesala de la dominación.
En el fondo, lo que se teme de la Agenda 2030 no es lo que dice abiertamente, sino lo que no dice. Porque si algo hemos aprendido de la historia es que las palabras bonitas suelen ser la envoltura de las peores intenciones. Por eso, el verdadero patriota del siglo XXI, al igual que el buen inquisidor del siglo XV, desconfía de los avances. Sabe, con la certeza que otorgan los prejuicios bien asentados, que el progreso es una trampa, una jugada maestra de los poderosos para mantenernos bajo control.
Y así, como en los mejores tiempos de la Inquisición, donde se quemaban brujas para purificar la fe, hoy algunos arden en su propio celo por salvar al mundo de una Agenda 2030 que, según ellos, esconde más de lo que muestra. Con la misma convicción con la que se miraba con recelo la imprenta de Gutenberg, se observa hoy con desconfianza cualquier iniciativa que prometa un futuro mejor. Porque, al fin y al cabo, ¿quién querría un mundo sin pobreza, con educación de calidad, igualdad de género y energías limpias? Es mucho más cómodo pensar que todo eso es parte de una vasta conspiración global.
Por tanto, llegamos a la verdad absoluta, es cierto, la Agenda 2030 tiene la culpa de todo lo que está sucediendo. ¿Acaso no es evidente? Ha logrado lo impensable: que los incultos y los mediocres se lancen a opinar, que las masas, antes absortas en la trivialidad, ahora hablen de sostenibilidad, de cambio climático, de igualdad. Y lo peor, lo realmente imperdonable, es que ha puesto estos temas sobre la mesa, como un reto que todos debemos enfrentar. Qué desfachatez, que hasta los que verdaderamente gobiernan y dirigen países y corporaciones —esos que antes hacían caso omiso a todo lo que no fuera su propia conveniencia— ahora tengan que simular que les importa.
La Agenda 2030 tiene la culpa de todo lo que está sucediendo. Ha puesto estos temas sobre la mesa, como un reto que todos debemos enfrentar.
Sí, la Agenda 2030 tiene la culpa de haber sacado a relucir la incomodidad. De haberle dado voz a quienes antes no la tenían, de haber obligado a los poderosos a hablar de lo que nunca quisieron hablar. Por eso, es más fácil culparla de todos los males que asumir que el verdadero problema es que ahora, mal o bien, la sostenibilidad se ha convertido en una conversación que ya no puede ignorarse. Y en ese sentido, vaya si es culpable. Culpable de haber sacudido las aguas y haber demostrado que el verdadero reto, el verdadero desafío, es aceptar que ya no podemos seguir haciendo las cosas como siempre. Pero claro, eso sería mucho pedir en un mundo donde la comodidad de la ignorancia siempre ha sido más atractiva que la incomodidad del cambio.
Tal vez, dentro de unos siglos, nuestros descendientes se rían de quienes hoy ven en la Agenda 2030 una oscura maquinación, del mismo modo que hoy nos reímos de aquellos que creían que la Tierra era el centro del universo o que la imprenta era obra del diablo. Pero mientras tanto, dejémosles disfrutar de sus teorías. Porque al final, como diría un buen inquisidor medieval, mejor prevenir que curar. O, en este caso, mejor desconfiar del progreso, no vaya a ser que, sin darnos cuenta, terminemos viviendo en un mundo mejor.