El problema con estos mesías digitales no es sólo que exageran, es que parece que nos toman por idiotas. Como si el hecho de que una máquina sepa escribir una receta de cocina en cinco idiomas significara que puede tomar decisiones morales, educar a un hijo o entender el rostro de una madre que llora.
Decir que los humanos serán innecesarios es como decir que la poesía será reemplazada por Excel. Que el amor será sustituido por un chatbot. Que el coraje de un bombero o la dignidad de un viejo campesino pueden codificarse en Python. Es una barbaridad. Y una ofensa.
La realidad es mucho más sucia, más humana, más resistente. En el mundo real, el 40% de la gente aún lucha por tener conexión a Internet, y en vastas regiones del planeta la palabra «digitalización» suena como una enfermedad. Pero en los cómodos salones de conferencias de Davos, los gurús tecnológicos se permiten fantasear con un futuro sin humanos. ¿Por qué? Porque ellos no limpian hospitales, no enseñan en aulas con goteras, no consuelan ancianos ni escriben novelas que huelen a humanidad.
Sí, la IA es potente. Sí, cambiará el mundo. Pero no hay máquina que reemplace la mirada de un médico honesto, la intuición de un artesano, la obstinación de un escritor o la ironía de un superviviente. La IA puede imitar la forma, pero no el alma. Y mientras eso siga siendo cierto, y creo sinceramente que lo será por mucho tiempo, los humanos no seremos innecesarios. Seremos, como siempre, imprescindibles.
Pero hay que tener mucho cuidado con la IA, porque puede hacer prescindible al pensamiento crítico, sobre todo si seguimos adorando a estos profetas sin alma como si fueran sabios. Con todos mis respetos a esos futuristas y visionarios que han logrado cambiar el mundo en otras ocasiones, creo que es hora de ponerles freno, no a la tecnología, sino a la insensatez.
Porque el problema no es que las máquinas piensen. Es que dejemos de hacerlo nosotros. Pero claro, eso no se puede monetizar tan fácilmente como una nueva app.