Washington, 1987. El bullicio en el Capital Centre era ensordecedor. Los aficionados señalaban la cancha y murmuraban con incredulidad.
—¿Cómo demonios va a jugar ese tipo contra Manute? ¡Si es super bajito!
—Le va a tapar hasta los pensamientos.
En un extremo del parquet, Manute Bol, un coloso de 2,31 metros, se erguía con una calma inquebrantable. Del otro lado, Muggsy Bogues, con 1,60 metros, botaba el balón con un fuego en los ojos. La imagen era surrealista: el más alto y el más bajo en la historia de la NBA compartiendo la misma cancha.
El partido comenzó y Bol hizo lo que todos esperaban. En los primeros minutos, bloqueó tiros sin apenas moverse y hundió el balón en el aro sin esfuerzo. Pero Muggsy no estaba allí para rendirse.
Cuando tomó el balón, aceleró como un relámpago. Su defensor trató de seguirlo, pero Bogues era puro reflejo y velocidad. Se metió en la pintura, donde lo esperaba Bol con los brazos extendidos como si fueran muros infranqueables. El público contuvo el aliento.
Muggsy amagó, saltó… y en el último segundo, en lugar de lanzar, hizo un pase picado entre las piernas del gigante. La pelota llegó a su compañero, quien la hundió sin piedad. La arena explotó.
Pero Bogues no había terminado. En la siguiente jugada, Bol recibió el balón bajo el aro. Estaba listo para otro mate fácil. Entonces, en un parpadeo, Muggsy se metió entre sus piernas y le robó el balón limpiamente.
El gigante se quedó congelado.
Mientras Bogues corría en dirección contraria, dejando atrás el asombro de la multitud, el murmullo cambió.
—Tal vez no sea tan pequeño, después de todo.
Y esa noche, el más pequeño de la historia se encargó de demostrar que el tamaño nunca fue lo más importante en el baloncesto.