La escena es bien conocida. El albañil te guiña un ojo y suelta la frase mágica “sin factura te ahorro el IVA”
Tú dudas medio segundo, miras la cuenta bancaria, mascullas contra “los políticos” y, como quien aprieta con la aceptación, sin leer un contrato, dices que sí. Dos semanas después te indignas en WhatsApp por el último caso de corrupción.
Después te compras un gadget en una megaplataforma que no tributa adecuadamente los impuestos en tu país. Luego le regateas a una autónoma que te hace un logo por veinte euros. Esa misma tarde, compartes un hilo indignado sobre “valores” y “empatía”.
En España hemos hecho del doble discurso una disciplina olímpica. Con una mano señalamos a los políticos, con la otra pagamos en negro la reforma del baño. Nos indignamos por las corruptelas en la tele mientras regateamos al diseñador gráfico, “y si puede ser sin IVA, mejor”. Llenamos la boca de palabras nobles, como solidaridad, empatía, igualdad, respeto, pero si nos toca elegir entre el comercio del barrio o el clic barato en Aliexpress o Amazon, la tarjeta sabe sola a dónde va. Y en el trabajo, la escena se repite con empresas que sangran horas extra no pagadas y trabajadores que rinden solo cuando huelen prima. Todos indignados, todos víctimas, todos cómplices.
Esta contradicción no es un pecado original español, pero aquí se vuelve casi una caricatura de la realidad social. Picaresca de andar por casa que alimenta un círculo vicioso y da como resultado menos ingresos públicos, peores servicios, más cinismo, más huida individualista. Eso si, con la excusa y con el permiso de nuestros líderes políticos, mucho más duchos que nosotros en este arte del hurto de guante blanco disfrazado de lucha por el bien común.
¿Está la sociedad condenada y solo un colapso nos hará evolucionar? O, como sugiere la ciencia social cuando uno se toma la molestia de leerla antes de dar sermones, ¿queda margen realista para virar el rumbo con acciones pequeñas, repetibles, al alcance de cualquiera, incluso del más ocupado y del más exprimido?
No estamos en un apocalipsis, pero tampoco en un Edén nórdico. Transparency International nos coloca en el puesto 46 de 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción (2024), con 56 puntos sobre 100, y la confianza en el gobierno central apenas la mantiene el 37% de los ciudadanos. No somos un desastre sin remedio, pero sí un país atrapado en la cultura del atajo: si puedo colarme, me cuelo, si puedo ahorrarme la factura, la ahorro, si puedo rendir menos sin que me pillen, rindo menos.
La pregunta no es si necesitamos un colapso para regenerarnos. Los colapsos destruyen, no educan. La pregunta es ¿qué podemos hacer aquí y ahora, sin épicas ni excusas, para salir del sainete de la trampa mutua?
En este artículo voy a combinar bisturí y martillo, con datos contrastables, análisis sociológico y un plan operativo de bolsillo. Sin fuegos de artificio. Sin épica de Netflix. Con la ironía justa para no dormirnos y la mala leche suficiente para movernos en favor de una sociedad menos picara y más honesta.
La corrupción “de arriba” sin duda existe y erosiona confianza.
España marca 56 puntos sobre 100 en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024, puesto 46 de 180 países, cuatro puntos menos que el año anterior: no estamos en el fango, pero tampoco en la liga de los escrúpulos nórdicos.
La confianza en las instituciones es morralla delicada. En 2023 solo el 37% de personas en España declaraba “alta o moderada” confianza en el gobierno central, por debajo, aunque cerca, de la media OCDE (39%). No es un desplome apocalíptico, pero sí un suelo húmedo donde resbalan la cooperación y el cumplimiento.
La confianza entre personas también importa. La literatura muestra que las sociedades donde más gente responde “se puede confiar en la mayoría” suelen disfrutar de mejores resultados cívicos y económicos. En España esa tasa ronda “un cuarto” de la población según las oleadas recientes de WVS/EVS agregadas por Our World in Data. No es catastrófico, pero sí un cuello de botella para construir “solidaridad” que no sea solo palabra de brocha gorda.
Pero no todo es ceniza. El 11% de la población hizo voluntariado en 2023 (más de 4,5 millones de personas), repunte significativo sobre 2022. Hay músculo cívico latente. Falta dirigirlo al cómo y hacerlo cotidiano, no puntual.
En España, la economía sumergida supone entre el 15% y el 16% del PIB, según Schneider y Asllani. No es la cueva de Alí Babá, pero sí un zulo lo bastante grande como para vaciar hospitales y escuelas. Chapuzas en B, alquileres sin declarar, propinas disfrazadas de silencio. La picaresca no es una anomalía, es un ecosistema que atraviesa barrios y sectores.
El error habitual es creer que la culpa está solo en el que cobra en negro. No, el que paga también es cómplice. El fontanero que te ofrece el descuento por no facturar y el cliente que sonríe pensando en el ahorro son dos engranajes del mismo mecanismo. Uno sin el otro no funciona.
En el impuesto más tentador de birlar, el IVA, la brecha de cumplimiento (lo que se debería ingresar y no se ingresa) fue del 7% para la UE y, en España, muy inferior a los picos europeos; aun así, hablamos de miles de millones. La Agencia Tributaria lleva años cercando la brecha con herramientas como el Suministro Inmediato de Información (SII), que obliga a reportar las facturas casi en tiempo real, y con la limitación del pago en efectivo a partir de 1.000 euros entre empresas y profesionales. Ya no vale el “no pasa nada”. Sí pasa, y la multa es del 25%. Pero ninguna ley funciona si la ciudadanía se sigue creyendo lista cuando roba al bien común.
Y por si quedaba duda, en España está prohibido pagar en efectivo 1.000 euros o más cuando una de las partes actúa como empresario o profesional. La multa es del 25% del importe y pueden sancionar a pagador y receptor. Es decir, “sin factura” no es picaresca, es sancionable. Y sí, puedes denunciarlo.
La economía sumergida es el espejo de nuestra incoherencia: pedimos hospitales modernos y colegios sin goteras, pero financiamos su ruina cada vez que decimos “sin IVA mejor”.
Aquí la doble moral brilla con fuerza.
Por un lado, España arrastra un vicio estructural: millones de horas extra que nadie paga ni compensa.
El INE ofrece las series y distintos análisis convergen: una fracción muy sustancial de las horas extra no se retribuye, afectando a cientos de miles de personas cada trimestre. La mejor aproximación reciente habla de cerca de medio millón de asalariados que no cobran todas sus horas extra (1ºT 2025), y alrededor del 40–50% de esas horas sin remunerar en distintas ventanas temporales. Es abuso, simple y llanamente. Un robo de tiempo que erosiona salarios, cotizaciones y dignidad.
Si permitimos el abuso en la empresa pequeña y en la grande (“ya te las pagaré”, “tú echa un cable”), estamos practicando la misma cultura de atajo de la que nos quejamos cuando miramos al Congreso.
No es solo moral, ese trabajo fantasma erosiona cotizaciones, IRPF y consumo, y empuja a la baja la dignidad laboral. Si te indigna el fraude “arriba”, empieza por cerrar el grifo del fraude “aquí”.
Pero no todo es culpa del empresario, también existe la perversión contraria, Hay trabajadores que solo cumplen bajo promesa de un plus o que “se guardan” el esfuerzo ordinario para cuando haya paga extra, primas o más horas. Como si el rendimiento básico no fuera ya parte de la jornada.
El resultado es el mismo: una cultura torcida de la reciprocidad en la que el contrato laboral se convierte en terreno de trampas mutuas.
Si las horas extra no se pagan, no son horas: son abuso. Pero si el trabajo ordinario solo se hace a golpe de incentivo, es chantaje.
Si normalizamos cualquiera de estas derivas, el abuso del empresario o el chantaje del trabajador, estamos practicando la misma cultura del atajo de la que nos quejamos cuando miramos al Congreso. El respeto al trabajo es bidireccional: exigir el pago de lo debido, pero también cumplir con lo pactado sin convertir la obligación en moneda de cambio.
La solución no es moralina, sino contrato justo. El empresario debe pagar lo debido y el trabajador debe cumplir con lo pactado. Sin este respeto bidireccional, la queja contra la corrupción “de arriba” es pura hipocresía.
La tienda de barrio no es un decorado vintage, sino que emplea a casi dos millones de personas a lo largo del año (media 2023), aporta en torno al 5% del PIB y, conectada con el resto del comercio, arrastra actividad en otros sectores.
La Cámara de España cuantifica que por cada 100 euros producidos por el comercio se generan 110 adicionales en el resto de la economía. El empleo directo e indirecto ligado al comercio rozaría el 28%.
Ahora bien, el tablero ha cambiado. El comercio electrónico superó 84.000 millones de euros en 2023, un +16% interanual, y siguió creciendo en 2024.
El consumo online no es el diablo, el problema es la asimetría fiscal y competitiva cuando el ahorro del clic se apoya en ingeniería fiscal o en presión desigual sobre salarios y proveedores. Si el precio te parece milagroso, alguien paga el diezmo, a veces tú en forma de barrio más vacío, a veces el trabajador al otro lado de la logística.
Y aquí está la doble vía:
La responsabilidad es compartida. El cliente debe destinar, como mínimo, un 20% de su consumo a lo local. Y el comerciante debe dejar de vivir de la nostalgia y competir con servicio, calidad y modernización.
Elegir dónde compras no es solo economía, es política de barrio. Cada factura que pides en la tienda de al lado sostiene un pedazo de comunidad. Cuando decides dónde compras, no eliges solo un producto, eliges qué tipo de barrio sobrevivirá.
En redes sociales somos santos laicos. Todos hablamos de empatía, respeto y solidaridad. Pero luego, en la vida real, gritamos al camarero porque tarda un minuto más, despreciamos al vecino que pide silencio en la escalera o miramos para otro lado cuando alguien necesita ayuda.
La contradicción es obscena. En 2023, el 11% de los españoles hizo voluntariado, más de 4,5 millones de personas, lo que demuestra que la solidaridad real existe. Pero no es la norma. Lo habitual es el discurso hueco. El “todos deberíamos ser más solidarios” mientras se aprovecha cualquier ocasión para sacar ventaja individual.
La solidaridad real no se mide en hashtags, sino en bancos de tiempo, en asociaciones de barrio, en voluntariado estable y en el simple gesto de cumplir las reglas mínimas de convivencia: pagar la comunidad, respetar horarios, ayudar al vecino sin esperar nada a cambio.
El cinismo ciudadano es este: exigimos empatía en abstracto mientras practicamos egoísmo en lo concreto.
Si no corregimos esa esquizofrenia, ningún discurso sobre valores sirve de nada.
La corrupción política en España es real. El Índice de Percepción de la Corrupción nos suspende, y los escándalos siguen apareciendo con una regularidad insultante. Pero reducir el problema a “los políticos son corruptos” es una coartada demasiado cómoda.
Existen herramientas que ya están ahí:
La Ley 2/2023 protege a los informantes de corrupción en España y obliga a empresas y administraciones a desplegar canales internos y externos de denuncia.
Es un paso serio que nos saca del “hablar por hablar” y aterriza un circuito de responsabilidad.
¿Funciona perfecto? No. Un año después, muchos entes apenas cumplen y las garantías aún cojean, pero la herramienta existe y puede usarse. Úsala.
La transparencia tampoco es un poster. La Ley 19/2013 garantiza el derecho de acceso a la información pública y el Portal de Transparencia permite solicitarla en línea.
Quien quiera datos de contratos, subvenciones o agendas, que los pida. La democracia no se hace con tuits indignados, se hace con solicitudes documentadas y tiempo
La ciudadanía suele desconocer o despreciar estas herramientas, mientras se queja en la barra del bar o en Twitter. No basta con indignarse, hay que usarlas.
Pedir un contrato al Portal de Transparencia, asistir a un pleno municipal, enviar una denuncia documentada. La democracia no se arregla con héroes que bajen del cielo, ni con ciudadanos que se declaren víctimas perpetuas. Se arregla con gente corriente que deja de ser figurante y asume un papel activo, aunque sea aburrido.
La confianza es la infraestructura invisible de cualquier sociedad. Cuando crees que “todos hacen trampas”, te autorizas a hacerlas tú también. Cuando crees que la mayoría cumple, el fraude pierde atractivo.
En España, apenas un tercio de la población dice confiar en el gobierno. Y solo un cuarto afirma confiar en la mayoría de la gente.
Con esos datos, no sorprende que la trampa se extienda. Nadie quiere ser “el tonto” que cumple en un mundo de listillos.
La psicología conductual ofrece pruebas claras. HMRC en Reino Unido comprobó que cartas con normas sociales (“la mayoría de tus vecinos ya ha pagado”) elevaron los pagos de impuestos de morosos en experimentos con más de 200.000 contribuyentes. No todo es palo o sermón, las personas responden a señales de reciprocidad y reputación. No era cuestión moral, era norma social.
El reto en España es crear esos círculos de cumplimiento también en la vida cotidiana. En la comunidad de vecinos “la mayoría ya ha pagado la cuota”, en el colegio “la mayoría ya ha entregado la autorización” y en la asociación local “la mayoría ya ha renovado su cuota”. Lo que parece un truco barato es, en realidad, un mecanismo probado para cambiar conductas.
La tentación apocalíptica es literaria: creer que solo el colapso purifica.
Pero el dato desmiente la épica facilona. España no es un Estado fallido, sino que mantiene niveles de servicios y cohesión social que muchos envidiarían. Hay corrupción, sí, hay deterioro de confianza, sí, pero también hay una sociedad civil que se activa. El 11% de voluntariado no nace de la nada, un marco normativo que se endurece contra el fraude (limitación de efectivo, SII, protección a informantes) y una capacidad administrativa que, con sus sombras, funciona. El dilema real no es “colapso o nada”, es “acomodarnos a la queja estéril” o “empezar a construir rutinas con dientes”.
La sociedad no está condenada por decreto, está condenada si seguimos haciendo lo mismo mientras recitamos catecismos de valores. La corrupción estructural se combate arriba con leyes, controles y prensa, y abajo con hábitos, factura en mano, y un puñado de decisiones diarias que suman. Los datos que tenemos no narran ni un apocalipsis inevitable ni un cuento danés: muestran un país con déficit crónico de confianza, con una economía sumergida que drena lo común, con abusos laborales convertidos en costumbre y con una red local que aún late, voluntariado al alza, comercio que sostiene millones de empleos, cauces legales para denunciar y exigir cuentas.
El camino razonable combina cinco verbos: exigir, cumplir, trazar, apoyar y repetir.
Exigir (transparencia real, canales de denuncia, pliegos abiertos). Cumplir (nada de “sin factura” ni horas “de favor”). Trazar (pagos y registros en regla). Apoyar (20% local sostenido, no caridad puntual). Repetir (mensual, trimestral, anual, sin épica). Con eso ya estarás del lado de los que mueven la aguja, no por solidaridad, sino por inercia acumulada.
Nos está matando la estética de la queja. Contemplamos la corrupción como si fuera un videojuego de adultos y nos permitimos la picardía doméstica como si fuese un derecho de resistencia. No lo es. Es infantilismo cívico.
Quien te ofrece “sin IVA” te está proponiendo robar y si aceptas, robas con él y te robas a ti mismo la posibilidad de exigir mañana un pediatra sin lista de espera o una calle sin baches.
El bar del barrio no es una ONG para que le regatees, es el esqueleto de una ciudad vivible.
Las horas extra “porque sí” no son épica de implicación, son captura del tiempo ajeno. Y tu trabajo merece un respeto. Es tu obligación hacerlo bien y dar el máximo.
La salida no requiere santos ni revoluciones, requiere gente corriente que hace lo correcto, aunque nadie aplauda. No esperes al colapso para evolucionar, evoluciona hoy. Y si te faltan motivos, recuerda la estadística incómoda: la mayoría paga, cumple y ayuda más de lo que parece. Súmate a esa mayoría y, de paso, presume menos y factura más.
La corrupción en España no es un meteorito que cae del cielo, es un hábito aprendido, y se corta igual que empezó: con gestos pequeños, repetidos, contagiosos.
La sociología nos recuerda tres palancas que parecen funcionar:
Debemos llevar a cabo acciones reales, para cualquiera, con poco tiempo y poco dinero. Olvídate de grandes proclamas y empieza por hacer pequeños en favor de la comunidad, sin excusas, sin desviar tu responsabilidad hacia otros o justificándote en que otros también lo hacen. No hace falta que la economía de todo el país recaiga sobre ti, pero tampoco puedes olvidar cuál es tu pequeña responsabilidad.
El elefante de la corrupción y del cinismo social parece demasiado grande para que lo derribe un ciudadano común. Pero los ratones no lo derrotan de un zarpazo, lo desgastan a mordisquitos, hasta que ya no queda gigante que temer. La regeneración no llegará de golpe, sino a base de gestos mínimos, constantes y repetidos. Y ahí está la trampa y la salvación: el mordisco depende de ti.
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