Artículo de opinión
Ícaro voló demasiado alto, embriagado por la gloria de tocar el cielo. Sus alas, frágiles y mal diseñadas para soportar la cercanía del sol, se derritieron y lo precipitaron al mar. La historia es un mito griego, pero también es el espejo donde deberíamos mirar cada vez que aplaudimos a un niño prodigio convertido en estrella mediática.
Hoy Ícaro se llama Lamine Yamal. El chico tiene apenas 18 años y ya carga con etiquetas que ningún adulto soportaría sin quebrarse: “futuro del fútbol”, “estrella del mañana”, “genio precoz”, “esperanza de un país”. Los periódicos lo mastican cada día y lo escupen como noticia, los patrocinadores lo exhiben como maniquí de lujo, los aficionados lo adoran y lo destrozan en la misma semana. No le basta con ser joven, debe ser icono, referente, héroe, redentor de un club y de una afición. Y él, un adolescente, al fin y al cabo, intenta mantener el equilibrio en un circo que solo sabe aplaudir al que sube y reírse del que cae.
A Lamine, como a tantos otros antes, le han colocado alas de cera construidas con titulares, patrocinios y portadas. Y mientras vuela, la multitud grita fascinada: “¡Más alto, más alto!”. Nadie parece recordar que el sol quema.
La psicología y la sociología nos advierten de lo obvio: Yamal no es un adulto completo, sino un adolescente con un cerebro aún en construcción, atrapado en un sistema que lo trata como mercancía. Las estadísticas son aún más crudas y dictan que la mayoría de los que vuelan tan pronto terminan cayendo. Pero insistimos en empujarlos hacia arriba, como si lo único que nos importara fuera el espectáculo de la ascensión, no la caída inevitable.
El problema no es él, sino nosotros. Porque el sistema del deporte de élite, con la prensa como altavoz, los clubes como fábricas y el público como consumidor compulsivo, necesita héroes jóvenes para seguir vendiendo su mercancía emocional. No nos basta con lo que tenemos, necesitamos promesas nuevas que encarnen nuestras frustraciones y nos den la ilusión de un futuro. Y si para eso hay que convertir a un adolescente en mito viviente, lo hacemos sin pestañear. Después, cuando se rompa, fingiremos sorpresa.
La pregunta, por tanto, no es si Yamal tiene talento, eso lo saben hasta las piedras del estadio, sino si logrará evitar el destino de Ícaro.
Empecemos por lo básico. A los 18 años el cerebro humano aún no está terminado. No lo digo yo, lo dice la neurociencia. La corteza prefrontal, ese sofisticado centro de control que regula impulsos, evalúa riesgos y planifica a largo plazo, no alcanza su madurez completa hasta los 23 o 25 años. En otras palabras, a los 18, uno es todavía un aprendiz de sí mismo, un organismo en pruebas.
Eso implica que, por mucho que Yamal sea capaz de resolver con brillantez un partido en el campo, fuera de él sigue sometido a las mismas limitaciones que cualquier otro adolescente. Su capacidad para resistir la presión mediática, gestionar millones, tomar decisiones cruciales y construir una identidad sólida es, por pura biología, limitada. Y mientras tanto, nosotros le exigimos comportarse como un veterano curtido, un icono irreprochable y un adulto infalible.
La psicología del desarrollo lo describe con crudeza. Erik Erikson situó a la adolescencia tardía en el dilema de identidad frente a confusión de roles. Es la etapa en la que el joven debe explorar, equivocarse, redefinirse, buscar su lugar en el mundo. Pero Yamal no tiene esa opción: su rol ya está escrito por contrato y por titulares. Es “el elegido”. No puede dudar, no puede fallar, no puede cuestionarse. Y lo que no se resuelve en esta etapa vital acaba emergiendo como crisis posterior: adicciones, depresiones, colapsos.
Lo peor es que confundimos la madurez deportiva con la madurez personal. Que un chico sea capaz de rendir en un estadio lleno no significa que tenga recursos emocionales para soportar la soledad de un hotel, la presión de una portada o la traición de un entorno que lo ve como cajero automático. Pedirle eso a un adolescente es tan absurdo como esperar que un niño de primaria entienda el sistema tributario. Y sin embargo lo hacemos.
La sociología del deporte nos ofrece otra lente, más amarga todavía. Pierre Bourdieu hablaba de capital simbólico, de aquello que, más allá de lo material, se convierte en prestigio, poder, reconocimiento. En el fútbol moderno, el prodigio precoz es capital simbólico en estado puro. Ya no pertenece a sí mismo: es propiedad del mercado, de los medios y de la afición.
A Yamal lo rodea un enjambre de intereses desde representantes que cobran comisiones millonarias, marcas que lo usan como escaparate, periodistas que viven de su imagen hasta, a menudo, familiares que dependen económicamente de su éxito. Todos tienen algo que ganar con su vuelo y pocos tienen algo que perder con su caída.
La prensa deportiva, ese circo histérico, es quizá la más obscena en este juego. Un día convierte al chico en mesías, al siguiente lo despelleja por un mal partido. Lo mismo lo encumbra como salvador nacional que lo crucifica como fracasado. Es un vaivén cruel que ningún adulto soportaría sin cicatrices, y al que ahora sometemos a un adolescente que apenas empieza a conocerse.
El yo real queda enterrado bajo el yo mediático. El chico de carne y hueso, con sus dudas y fragilidades, desaparece. Lo que queda es un personaje que debe responder a expectativas imposibles. Y cuando ese personaje se derrumba, el sistema busca otro rostro joven para coronar y sacrificar. Así funciona la maquinaria.
Las historias personales conmueven, pero los números desnudan la verdad. Estudios longitudinales sobre jóvenes deportistas que debutan en la élite antes de los 18 muestran que solo entre un 25 y un 30% logran consolidarse como estrellas mundiales pasados los 25 años. El resto se divide entre los que sufren caídas abruptas de rendimiento (40%) y los que se mantienen en un nivel alto, pero lejos de las expectativas desmesuradas (30-35%).
A eso se añade un dato escalofriante. La prevalencia de ansiedad y depresión en jóvenes de élite ronda el 35%, muy por encima de la media de su grupo de edad, que se sitúa en torno al 20%. La presión mediática, la falta de privacidad y la dependencia económica del entorno explican gran parte de esta diferencia.
Si aplicamos la lógica inferencial al caso Yamal, sin personalizar, pero tomando la estadística como espejo, el pronóstico es frío:
Dicho de otro modo, la probabilidad de fracaso supera a la de éxito. No porque falte talento, sino porque la maquinaria que rodea al talento está diseñada para devorar a los suyos. Esto no es futurología, es inferencia. Sus probabilidades de convertirse en estrella consolidada rondan un tercio, sus probabilidades de caer por el camino, cerca de la mitad, el resto se quedará en tierra de nadie, como buen jugador, sí, pero lejos del mito que se le impone. Ícaro bien lo sabía, el sol quema más de lo que ilumina.
Pero hay esperanza. Al fin y al cabo, estos datos son pura estadística, esa ciencia que asegura que la temperatura ideal del cuerpo humano se obtiene metiendo la cabeza en el horno y los pies en el congelador.
Llegados aquí conviene señalar lo obvio: el problema no es Yamal, somos nosotros.
La prensa que lo exprime, el público que lo idolatra y lo destroza, el mercado que lo vende como mercancía de lujo. Todos participamos en este circo romano que pide pan y circo, héroes y villanos.
Necesitamos nuevos Ícaros para alimentar nuestra ilusión colectiva. Queremos verlos volar alto, sentir que tocan el cielo en nuestro nombre. Y cuando se estrellan, cambiamos de canal y buscamos al siguiente. Es una dinámica tan cínica como vieja.
Y Yamal no es el único ni será el último. Ya vimos a otros jóvenes prodigios quebrarse y caer. Algunos apenas al inicio, devorados por la presión antes de consolidarse, otros tras un tiempo en la élite, incapaces de sostener el personaje que les habían fabricado. Distintas trayectorias, pero un mismo final: la caída. Porque el sistema no perdona, solo sustituye.
El fútbol moderno es un escaparate global donde los adolescentes son carne de espectáculo. No les damos tiempo para madurar, porque el negocio no entiende de paciencia. La pregunta ya no es si Yamal podrá resistir, sino cuánto tardaremos en exigirle lo imposible y culparlo de no lograrlo.
El caso de Lamine Yamal es un espejo incómodo de cómo tratamos al talento precoz, tanto en el deporte moderno como en otros muchos ámbitos, pero, en este caso, especialmente a los deportistas.
Desde la psicología sabemos que a los 18 años el cerebro aún está en construcción, que la capacidad de autocontrol, de planificación y de gestión de presiones todavía es limitada. Desde la sociología vemos cómo el jugador se convierte en capital simbólico, mercancía en manos de medios, marcas y representantes que proyectan sobre él un rol de héroe nacional antes de que haya terminado de ser joven. Y desde la estadística la evidencia es clara, diciendo que solo un 25-30% de los prodigios que debutan tan pronto alcanzan la categoría de estrellas consolidadas, mientras que un 40% se quiebra en el camino y el resto se queda en tierra de nadie.
Todo apunta, por tanto, a que el futuro de Yamal no dependerá de su talento, sino de la capacidad de su entorno para blindarlo frente al ruido. El problema es que ese blindaje rara vez ocurre. Los intereses económicos y mediáticos no entienden de paciencia ni de procesos humanos. El dilema, entonces, no es si Yamal puede ser estrella, sino si el sistema está dispuesto a dejarlo madurar sin quemarlo. Y la respuesta, viendo la historia de tantos Ícaros anteriores, es pesimista.
Aquí ya no hablo como académico, sino como ciudadano cansado de ver siempre la misma farsa. A Lamine Yamal lo vamos a destrozar. Y lo vamos a hacer todos, la prensa que necesita titulares, los aficionados que exigen milagros, los patrocinadores que lo exhiben como carne de escaparate, el club que lo usará como arma política. Y lo más cínico es que cuando se rompa, fingiremos sorpresa, como si no hubiéramos visto venir la caída desde el principio.
Me indigno, porque en el fondo sabemos que a los 18 nadie está preparado para sostener un país sobre los hombros. A esa edad uno debería estar descubriendo quién es, no soportando titulares que lo convierten en dios o demonio. Pero nos da igual, preferimos el espectáculo. Somos romanos en el circo, pidiendo sangre, pidiendo héroes, pidiendo nuevas víctimas. Y él, como Ícaro, vuela cada vez más alto porque nosotros lo jaleamos. Y cuando caiga, seremos los primeros en insultarlo.
No tengo fe en que lo protejamos. No lo hicimos antes y no lo haremos ahora. La prensa es carroñera por naturaleza, el mercado solo entiende de beneficios y el aficionado medio quiere un héroe nuevo cada temporada. Si Yamal resiste, será por mérito propio, porque encuentre dentro de sí, y en un entorno sano que es poco probable, la fortaleza para no dejarse devorar. Pero lo más probable es que termine como tantos otros: una promesa rota, un juguete roto, otro nombre en la lista de los que volaron demasiado pronto.
Mi opinión, en resumen, es brutalmente simple, estamos condenado a Lamine Yamal. No por lo que es, sino por lo que le exigimos ser. Y si consigue escapar a ese destino, será un milagro estadístico, un acto de rebeldía contra todo un sistema que vive de fabricar Ícaros para luego reírse de sus cenizas.
Pero los milagros existen y yo creo en ese chaval que ha demostrado a todos que es capaz de llegar lejos. Es la única esperanza que me queda, que Lamine sea un joven de 18 años que no se deje arrastrar por el ruido, que entienda que su tiempo aún está por venir y que siga trabajando como si fuera uno más, sin creerse mesías ni víctima. Que juegue, que disfrute, que se equivoque, que aprenda, que madure a su ritmo. Y que sea lo que tenga que ser, no lo que ya le exigimos que sea.
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