Era una tarde de primavera en Columbia, Carolina del Sur. La joven A’ja Wilson, con apenas 12 años y los nervios a flor de piel, se encontraba enfrentada al reto de toda una infancia. Necesitaba entender que las letras que veía no se ordenaban igual que para los demás.
Diagnosticada con dislexia, ese pequeño gran enemigo que parecía trivial a ojos de quien no lo experimenta empezó a despertar en ella dudas, miedos y una sensación constante de estar siempre un paso por detrás. Sin embargo, esa tarde ocurrió algo extraordinario. Su padre, Roscoe Wilson Jr., y su madre, Eva Wilson, se plantaron junto a ella y, con voz firme y abrazo tierno, le dijeron “No eres menos. Tienes algo en lo que otros no han creído aún. Y vamos a creer juntos”.
Desde ese momento, A’ja no solo dio un salto en el baloncesto, sino en su convicción. La familia no era solo apoyo, era aliado, era laboratorio de valores, era terreno fértil.
Con el paso de los años, la secundaria, la universidad en University of South Carolina, y finalmente la profesionalidad en Las Vegas Aces, la dislexia dejó de ser un estigma para ser una capa extra de fortaleza, cultivada en tierra de respeto, apoyo y exigencia amorosa.
En 2022, tras una temporada en la que se construyó en torno a la entrega, la resiliencia y el trabajo familiar, A’ja alzó su primer trofeo de campeona de la WNBA. Y cuando lo alzó, no lo hizo sola, lo sostuvo con todas las miradas de quienes, en casa, le dijeron que no se rindiera, que aprendiera, que amara.
Esa tarde, la letra que rotaba en su mente dejó de ser «no puedo» y se transformó en «lo logramos».
En el mundo del deporte, a menudo los focos se centran en la explosión física, el talento innato o el entrenamiento riguroso. Esas piezas son esenciales, sin duda, pero hay un hilo menos visible que atraviesa muchos de los relatos de éxito deportivo, el apoyo familiar, el respeto mutuo y la creencia firme en el valor humano antes que en los resultados.
Cuando un niño o niña muestra dificultades de aprendizaje, ya sea dislexia, trastornos de atención, procesamiento auditivo u otros trastornos, esa dimensión se vuelve aún más crucial. No solo se trata de entrenar el cuerpo, sino de entrenar la mente, la motivación, la seguridad interna, la percepción de uno mismo como capaz.
En este artículo analizaremos la historia de A’ja Wilson porque en ella se condensa lo que muchas investigaciones en neurociencia sugieren, que la plasticidad cerebral, el refuerzo positivo y el entorno afectivo-cognitivo pueden marcar la diferencia entre un talento que se queda en promesa y uno que se convierte en realidad duradera.
Asimismo, usaremos su vida para extraer recomendaciones claras, aplicables en contextos de deporte juvenil y profesional, sobre cómo transformar un escenario de dificultad en una plataforma de crecimiento real. Veremos cómo su familia construyó un ecosistema de valores (respeto, esfuerzo, constancia, humildad) que permitió que la propia dislexia no fuera un freno sino un rasgo de identidad.
Desde su infancia en Columbia, Carolina del Sur, A’ja creció en un hogar donde el deporte estaba presente pero nunca como única vía. Su padre jugó al baloncesto a nivel universitario y profesional en Europa mientras que su madre ejercía como estenógrafa judicial. Así pues, el balón llegaba a la casa junto al valor del estudio, la disciplina y el respeto por el otro.
Cuando se le detectó su dislexia, el cruce entre aprendizaje y deporte adquirió una nueva dimensión.
Según estudios en neurociencia, los niños con dislexia pueden mostrar alteraciones en el procesamiento de símbolos y letras, pero también presentan mayor activación en áreas de compensación cerebral cuando reciben apoyo adecuado (Shaywitz & Shaywitz, 2005).
Aquí entra el primer valor, el de creer en la capacidad escondida y no en la limitación. En casa se construyó un ambiente en el que se decía: “sí tienes una diferencia, pero eso no te define, sino que define lo que haces a partir de ello”.
En paralelo, el deporte ofrecía una vía de expresión distinta al aula, permitiendo que A’ja ejercitara su cuerpo y su cerebro desde otro código. La práctica del baloncesto genera demandas de coordinación visomotora, toma de decisiones rápidas y memoria de patrón-espacio, lo cual activa vías neuronales que favorecen la plasticidad y pueden mejorar aspectos cognitivos (Hillman et al., 2008).
Por tanto, la familia no solo la alentaba a jugar, sino la integraba en el deporte como espacio de crecimiento intelectual y emocional. El respeto surgía al aceptar que no todo fuera perfecto, al valorar el esfuerzo diario, no solo los resultados. Esa actitud se tradujo luego en la cancha, entrenamiento consistente, autocorrección, preguntar, aprender del error.
Ya desde secundaria, el entorno familiar construía un relato sobre “eres atleta y aprendiz”. Cuando los entrenadores veían que A’ja llevaba libreta, grababa clases o pedía ayuda, esa forma de preparación no se veía como debilidad sino como estrategia. El cerebro se entrena mejor cuando se combinan estímulos atendidos con refuerzos positivos (Bandura, 1986).
Un buen tip/truco aplicable consiste en fomentar que el joven deportista lleve una “bitácora de aprendizaje” donde anote lo que entendió y lo que no, tanto en deporte como en estudio. Esto favorece la metacognición y la autonomía.
Durante la etapa de secundaria y universidad, la complejidad del entorno crece: más jugadores, más exigencias académicas, más presión social.
En este periodo, el apoyo familiar de A’ja fue estratégico. El reconocimiento temprano de su dislexia permitió adaptar apoyos académicos (por ejemplo grabar clases) y que sus padres se anticiparan a síntomas de ansiedad o autoexigencia.
La neurociencia nos dice que el soporte emocional-cognitivo externo reduce la activación del eje estrés-cortisol, lo que favorece la plasticidad sin la carga inhibidora del miedo al fracaso (McEwen, 2007).
En el contexto deportivo, esto se traduce en permitir que un/a joven, que quizás teme “no encajar” porque en el aula será lento o necesita adaptaciones, brille en lo que puede controlar, por ejemplo, esfuerzo, actitud o hábitos.
En el equipo de la Universidad de South Carolina, bajo la dirección de la entrenadora Dawn Staley, A’ja encontró un entorno que respetaba su forma de aprender y que la impulsaba como líder, no solo como jugadora. Aquí aparece otro valor clave, el del respeto por la diversidad.
En el deporte profesional, esto equivale a reconocer que cada atleta necesita una ruta personalizada, no un molde universal.
Desde la perspectiva cerebral, la atención individualizada permite activar redes frontales-parietales de control que refuerzan el aprendizaje perceptivo-motriz (Kelly et al., 2006). Así, el entrenamiento que combinó baloncesto (cognición, anticipación, visualización) con relevo académico permitía que A’ja creciera como persona integral.
En términos prácticos para entrenadores, esto significa propiciar reuniones regulares con la familia para entender el contexto del joven, sus fortalezas y sus dificultades, de modo que el plan de entrenamiento sea adaptativo, acogedor y exigente.
Un tip/truco para esto consiste en crear “mini-objetivos personalizados” con el deportista (y su familia) que vayan más allá del marcador, mejorando la anticipación, reduciendo errores no forzados y llevando la libreta de reflexión tras cada entrenamiento.
El proceso hacia la profesionalidad de A’ja culminó al ser seleccionada número uno en el draft de la WNBA en 2018. Pero más allá del hito, la clave estuvo en cómo su familia siguió siendo centro.
La fundación que ella creó junto a sus padres, A’ja Wilson Foundation, es también paisaje simbólico de su trayectoria. Allí se apuesta por ayudar a niños con dislexia y sus familias, desplegando talleres, mentores y entornos de apoyo. El mensaje “si yo pude, tú también puedes” se convierte en legado.
Desde la neurociencia, se sabe que la autoeficacia (belief in one’s competence) es uno de los predictores más fuertes del rendimiento sostenido (Bandura, 1997). Ese sentido de ser capaz se alimenta en el entorno familiar que dice “te vemos, te cuidamos, te preparamos”.
En la cancha de Las Vegas Aces, A’ja desplegó una combinación de físico-técnico (altura, fuerza, visión) y mental (anticipación, liderazgo, resiliencia). Pero lo que no se ve en estadísticas es lo que mide la ciencia del cerebro, la capacidad de recuperación tras la adversidad, la regulación emocional frente al fallo y la perseverancia día tras día.
Según investigaciones sobre el talento deportivo, la moderada adversidad (como una dificultad de aprendizaje) cuando es bien gestionada, puede actuar como “impulsor” de resiliencia y competencia (Collins & MacNamara, 2012).
En otras palabras, la dislexia, lejos de ser un obstáculo irrebatible, se integró como parte de una narrativa de crecimiento.
Para profesionales del deporte, el consejo es claro, es necesario integrar las “dificultades” en la historia del atleta como capítulos de aprendizaje, no como epílogos de fracaso. Y para las familias también, deben acompañar con firmeza y ternura, dotando de recursos, adaptaciones, orgullo del esfuerzo, y cultivando el respeto a la identidad del joven-deportista-aprendiz.
La historia de A’ja Wilson nos recuerda que el éxito deportivo no es una línea recta ni una suma automática de aptitudes físicas. Es, fundamentalmente, una danza entre talento, hábito y entorno.
La familia, con su creencia, su respeto, su acompañamiento, actúa como caja de resonancia para que el cerebro del joven atleta responda no solo al estímulo del entrenamiento, sino al mensaje profundo de que “soy capaz, cuento, pertenezco”.
Cuando, desde pequeño, una niña o niño con dificultades de aprendizaje siente este eco, se crea una nueva arquitectura mental, una que interpreta la dificultad no como deficiencia sino como singularidad, que convierte el error en pista para crecer y que construye identidad de aprendiz y de atleta al mismo tiempo.
Y en la era del deporte profesional donde a menudo se busca el resultado inmediato, el mensaje es más relevante que nunca: inculcar valores como el respeto (a uno mismo, al otro, al proceso), la constancia (día tras día, no solo en días de meta) y el apoyo (entrar en el equipo no sólo con un entrenador sino con una red preparadora) proporciona la verdadera ventaja competitiva.
Como tip final para quienes trabajan con jóvenes deportistas, la recomendación es crear un “contrato de valores” en el que el joven, su familia y el entrenador firmen simbólicamente los tres valores de ese artículo (respeto, apoyo, constancia). Revísalo cada trimestre y conecta cada entrenamiento con esas palabras. Así estarás alineando el cuerpo, la mente y el entorno.
Porque como A’ja demostró, la familia no es accesorio, es escenario principal donde se fraguan campeonas y campeones.
Como autor de este artículo, pero sobre todo como persona que ha aprendido a convivir con la diferencia, quiero compartir una reflexión personal.
Yo fui diagnosticado en mi adolescencia con dislexia. Durante años creí que eso me situaba un paso por detrás, hasta que comprendí que no era una limitación, sino una forma distinta de procesar el mundo. La dislexia no me hizo menos capaz, me hizo más consciente, más constante y más creativo.
Por eso, animo a todos los lectores, a padres, entrenadores, docentes y jóvenes deportistas o no, a mirar esta condición no como un obstáculo, sino como una característica más del ser humano, con sus ventajas y sus desafíos. Lo importante no es la etiqueta, sino la actitud con la que se vive.
La diferencia, bien acompañada y bien entendida, puede convertirse en una fuente inmensa de fortaleza.
Porque triunfar no es hacerlo a pesar de lo que enfrentes, sino gracias a todo lo que eres.
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