La gran estafa de la empatía en la escuela actual.  De eslogan emocional a sociopatía blanda

Artículo de opinión

Introducción

Hace unos años, cuando Daniel Goleman popularizó el concepto de inteligencia emocional, muchos respiraron aliviados: por fin una idea que parecía romper con la rigidez academicista del siglo XX. Se nos prometió que aprenderíamos no solo a resolver ecuaciones, sino también a reconocer nuestras emociones, gestionarlas y, de paso, ser mejores ciudadanos. Sonaba a revolución pedagógica: menos robots, más humanidad.

Pero, como suele ocurrir con las buenas ideas, el sistema educativo, ese mastodonte paquidérmico que todo lo traga, todo lo deforma y todo lo convierte en propaganda, se apropió del concepto. Lo exprimió, lo redujo a PowerPoints y discursos vacíos, lo puso en las páginas web de los colegios e institutos privados y concertados “de excelencia” y en los proyectos educativos de los colegios e institutos públicos que presumen de “igualdad y felicidad sin conflicto”. Y en ese proceso, lo mató.

Hoy, la llamada “educación emocional” es más un eslogan que una realidad. Se usa como barniz de modernidad, como reclamo de marketing o como excusa para justificar prácticas pedagógicas que, lejos de cultivar empatía auténtica, están incubando una generación de alumnos que han aprendido a simular sensibilidad sin vivirla, a decir lo correcto para sonar empáticos, resilientes y felices, pero sin compromiso real con el otro. Una empatía de escaparate, performativa.

Y ante esto me hago una cruda pregunta ¿estamos corriendo el riesgo de fabricar, desde las aulas, una sociedad sociopática blanda?

El espejismo de la inteligencia emocional

Goleman nunca habló de dibujar caritas tristes o de repetir mantras de felicidad colectiva. Su propuesta incluía autoconciencia, autorregulación, motivación, empatía y habilidades sociales. Un marco ambicioso que requería método, acompañamiento y rigor.

La ciencia ha hecho su parte: los meta-análisis (Durlak et al., 2011; Taylor et al., 2017) muestran que los programas de social and emotional learning (SEL) bien implementados generan mejoras en conducta, bienestar y hasta rendimiento académico. La OCDE lo respalda, los informes PISA lo sugieren: la educación socioemocional no es humo, tiene efectos reales.

Pero atención: todo depende de la implementación. Los programas efectivos siguen el modelo SAFE (Secuenciados, Activos, Focalizados y Explícitos). No son charlas sueltas, ni vídeos de YouTube, ni carteles motivacionales en el pasillo. Son prácticas sostenidas, planificadas, evaluadas. Cuando falta eso, la inteligencia emocional se convierte en un placebo caro.

Y aquí empieza la tragedia. La mayoría de escuelas han optado por la vía rápida, la del discurso bonito y el marketing. El resultado: un cadáver llamado “educación emocional” maquillado para la foto.

La excelencia competitiva como marketing con disfraz emocional

Primero tenemos a la escuela “de excelencia”. Colegios privados y concertados que se venden como templos de la innovación. Tienen pizarras digitales, proyectos STEM, clubs de debate, competiciones para cada materia y fotos en Instagram con alumnos sonrientes. Y siempre, en la esquina del discurso, una frase sobre la importancia de la inteligencia emocional.

La realidad, sin embargo, es otra. Estas escuelas convierten cada asignatura en una competición permanente. El mérito no siempre se mide por esfuerzo o talento, sino por simpatías con el profesorado, vínculos familiares o conveniencia publicitaria. Los alumnos no brillan: se promocionan. Y los que no encajan con el modelo de “estrella”, sea por aspecto, carácter o falta de apoyos parentales, son invisibilizados.

¿Dónde entra aquí la inteligencia emocional? En un uso instrumental, es decir, en enseñar a los alumnos a “gestionar su frustración” para no empañar la foto. La empatía se convierte en coaching de escaparate. Saber hablar en público, sonreír al rival, competir sin llorar, todo al servicio de la marca escolar.

El resultado es una cultura de emociones como herramienta estratégica, no como valor. Los alumnos aprenden que sentir no importa, lo que importa es parecer. Y en ese aprendizaje incubamos el virus de la empatía performativa.

Lo más perverso de este modelo es que secuestra el lenguaje de la innovación para disfrazar viejas prácticas de exclusión. Se habla de creatividad, liderazgo o pensamiento crítico, pero en realidad lo que se cultiva es el conformismo con el molde preestablecido. No se premia al alumno que cuestiona, sino al que representa mejor la postal que la escuela quiere exhibir. La inteligencia emocional, en este contexto, no es más que maquillaje para que la competitividad feroz parezca cooperación y para que las grietas del sistema se tapen con discursos motivacionales.

Además, al alimentar la rivalidad constante, estas instituciones generan un ecosistema de comparación permanente que erosiona la verdadera empatía. Los estudiantes aprenden a mirar al otro no como compañero, sino como obstáculo o rival. Aprenden a sonreír mientras compiten, a felicitar con los dientes apretados, a ocultar la frustración detrás de un lenguaje emocional que no nace de la sinceridad, sino de la estrategia. En otras palabras: en lugar de formar ciudadanos emocionalmente inteligentes, forman pequeños estrategas de la imagen. Y eso no es educación, es adiestramiento en la impostura.

La permisividad feliz y la tiranía del cero conflicto

En el otro extremo tenemos a la escuela pública “feliz”, obsesionada con el “cero conflicto”. Su bandera es la igualdad, la inclusión y el bienestar del alumnado. Nada de presiones, nada de deberes, nada de evaluaciones que puedan frustrar. Cooperación por encima de esfuerzo, actividades fáciles en horario lectivo, nivelación hacia abajo para no dejar a nadie atrás.

Aquí la inteligencia emocional se predica como “cuidar la autoestima” y “no angustiar al alumno”. Pero de nuevo, no hay acompañamiento real: se deja al estudiante que se autorregule como pueda, que encuentre su motivación interna, que gestione en manada sus conflictos. El docente no guía, se limita a supervisar que nadie se haga demasiado daño.

La ciencia es clara, bajar expectativas mata el aprendizaje. PISA 2022 confirma que el rendimiento se asocia a alto apoyo y altas expectativas. Sin exigencia, la cooperación se convierte en complacencia y sin guía el alumno motivado prospera por su cuenta, mientras el que necesita estructura se hunde.

El resultado es otro tipo de simulacro, el de la empatía reducida a no confrontar nunca. Una amabilidad superficial que evita el conflicto, pero que tampoco enseña resiliencia ni compromiso con el otro.

Este modelo, en su intento de evitar cualquier herida emocional, termina produciendo generaciones frágiles, incapaces de enfrentarse a la frustración mínima. Chicos y chicas que han crecido entre algodones, sin haber sido retados a superar sus propios límites, acaban encontrando la vida adulta como un terreno hostil donde nadie baja el listón para que ellos pasen. La escuela, en nombre de la felicidad inmediata, les roba la oportunidad de aprender a tolerar el fracaso y a levantarse después de caer, que son precisamente las experiencias que forjan la verdadera resiliencia.

Además, esta permisividad encubre una trampa ideológica: se presenta como igualdad, pero en la práctica se convierte en un freno para los más brillantes y un engaño para los más rezagados. A los primeros se les niega la posibilidad de desplegar todo su potencial porque “no hay que agobiar a los demás”, mientras que a los segundos se les ofrece la ilusión de avanzar cuando en realidad se les ha rebajado la exigencia. El resultado es una igualdad falsa, de mínimos, que produce mediocridad generalizada y que trivializa la empatía hasta convertirla en sinónimo de complacencia.

Dos modelos, un mismo fraude

Aunque opuestos en apariencia, estos dos modelos coinciden en lo esencial y ambos trivializan la empatía.

La escuela competitiva la instrumentaliza. La empatía sirve como marketing, como soft skill para ganar. La escuela permisiva, por su parte, la diluye. La empatía sirve como complacencia, como excusa para bajar el listón.

En ambos casos, la inteligencia emocional se reduce a un eslogan vacío. Los alumnos aprenden a usar el lenguaje emocional como máscara, a decir lo correcto, a sonar sensibles, a mostrar la cara adecuada según el contexto. Pero detrás no hay práctica real de reconocimiento del otro, ni autoconocimiento profundo.

Eso es lo peligroso: estamos fabricando generaciones de expertos en gestión de imagen emocional. Lo que en psicología laboral llaman emotional labor superficial. Y eso, a largo plazo, no es empatía: es sociopatía blanda.

La ciencia contra el postureo

La evidencia insiste:

  • La cooperación estructurada produce mejores aprendizajes y relaciones que la competencia salvaje.
  • El tracking rígido (agrupar por niveles) apenas mejora a los de arriba y perjudica a los de abajo.
  • Los deberes son inútiles en primaria si se abusa, pero en secundaria son clave si están bien diseñados.
  • La inteligencia emocional tiene sentido solo cuando se mide y se entrena como habilidad, no como etiqueta.

Pero nada de esto se está aplicando de manera coherente en los dos modelos dominantes. Ni los competitivos quieren sacrificar su espectáculo de estrellas, ni los permisivos quieren manchar su relato de “felicidad universal” con exigencia real. Ambos prefieren el discurso fácil.

Y mientras tanto, la investigación queda arrinconada en informes de la OCDE, en meta-análisis que nadie lee, en papers que los claustros nunca discuten. La distancia entre la ciencia y la realidad escolar es la grieta por la que se nos escapa la empatía auténtica.

Lo más grotesco es que la ciencia no falta, lo que falta es voluntad para aplicarla. Los informes PISA llevan años señalando la combinación mágica que realmente funciona: alto apoyo junto a altas expectativas. Los meta-análisis sobre SEL repiten hasta la saciedad que la clave es la implementación fiel, el modelo SAFE, el acompañamiento docente. Pero las escuelas, en vez de leer y ajustar, prefieren decorar paredes con frases motivacionales y presumir en sus webs de proyectos “emocionales” que no resisten la más mínima auditoría pedagógica. Es la dictadura del PowerPoint frente a la evidencia.

En el fondo, tanto el modelo competitivo como el permisivo comparten un desprecio por la verdad incómoda de los datos. El primero porque su marketing de excelencia quedaría en entredicho si aceptara que la cooperación bien diseñada supera a la competición que exhibe. El segundo porque su relato de inclusión se derrumbaría si reconociera que exigir también es cuidar. Así, lo que debería ser un diálogo constante entre práctica y evidencia, se convierte en un teatro donde la ciencia es la gran invitada ausente.

 Y mientras tanto, los alumnos pagan la factura del postureo con menos aprendizaje real, menos resiliencia, menos empatía auténtica.

La fábrica de la sociopatía blanda

La consecuencia ya se empieza a ver en la sociedad.

Algunos adultos que saben usar las palabras correctas, como inclusión, diversidad, resiliencia, en la práctica viven en burbujas individuales. Muchos incluso confunden tolerancia con indiferencia, empatía con “no molestar”, inteligencia emocional con coaching de autoayuda.

Muchos profesionales gestionan las emociones como recursos estratégicos. Sonríen cuando toca, escuchan lo justo, se muestran empáticos para cerrar un negocio o caer bien en una entrevista. Pero la empatía real está ausente.

Y como si no bastara con las escuelas, el fenómeno se amplifica con unos padres que viven convencidos de que su hijo es perfecto. Padres que acuden al colegio no a colaborar, sino a fiscalizar, a corregir al profesor, a exigir trato especial. Padres que no soportan una nota baja, una llamada de atención o un límite. Y que, en su cruzada por proteger la supuesta genialidad de su criatura, terminan minando la autoridad docente, desacreditando a la institución y enseñando al niño que nunca es responsable de nada. Así, la desconexión crece y crecen las familias que ven a la escuela como enemiga, alumnos que crecen sin aceptar frustración y un sistema cada vez más incapaz de educar en la humildad y en la verdadera empatía.

No hablamos de psicópatas de película, sino de algo más sutil, de personas entrenadas para parecer empáticas sin serlo, para gestionar la emoción como capital social. Una sociopatía blanda, educada desde la escuela.

La paradoja es terrible. Nunca se ha hablado tanto de empatía como ahora, y nunca ha estado tan vacía de contenido. Se ha convertido en una moneda de cambio social, en un atributo que se exhibe en el currículum o en LinkedIn, como si fuese un software más que añadir a las competencias profesionales. El resultado es una especie de “mercado de la emoción” donde lo que importa no es comprender al otro, sino proyectar la imagen de que se comprende. El disfraz sustituye al gesto real, el like sustituye a la escucha, el discurso sustituye al cuidado.

Y lo más inquietante es la naturalidad con la que se asimila esta farsa. No se trata de un engaño consciente, sino de un hábito aprendido desde la infancia: el alumno que en la escuela competitiva aprendió a sonreír para la foto y el que en la escuela permisiva aprendió a evitar cualquier roce, llegan adultos convencidos de que eso es empatía. Así, la sociedad entera se desliza hacia una especie de teatro emocional permanente, donde todos actúan, pero nadie siente. Una sociopatía blanda, sí, pero tremendamente eficaz para sostener estructuras de indiferencia y aislamiento bajo la apariencia de modernidad emocional.

Conclusiones

La llamada “educación emocional” tenía potencial para humanizar la enseñanza. Pero en manos del sistema se ha convertido en una caricatura. En los colegios de excelencia, en marketing disfrazado de innovación. En las escuelas permisivas, en complacencia disfrazada de inclusión.

En ambos casos, el resultado es el mismo: una empatía de escaparate, un lenguaje emocional superficial que prepara a los alumnos para venderse mejor, pero no para reconocerse a sí mismos ni a los demás.

Pero la ciencia es clara, la educación socioemocional funciona cuando se hace con rigor, currículo, formación docente, expectativas altas y cooperación estructurada. Pero esa no es la realidad que abunda. Lo que abunda es el postureo.

Lo más preocupante es que este fraude no solo afecta a los estudiantes, sino a la sociedad en su conjunto. Una educación que trivializa la empatía produce ciudadanos que la entienden como un accesorio y no como un valor. Esto erosiona la confianza social, degrada el sentido comunitario y nos condena a una convivencia de sonrisas impostadas y vínculos débiles. Se vacía la educación de su dimensión ética y se convierte en un simulacro de humanidad, donde los números, las métricas y las fotos en redes pesan más que las relaciones reales.

Y el problema no es solo de las escuelas, Muchos padres, empeñados en blindar la perfección de sus hijos y en criticar todo lo que les ponga límites, alimentan el mismo simulacro. Así, familia y escuela, en lugar de aliados, se convierten en engranajes de la misma maquinaria de desconexión.

La pregunta final no es si necesitamos la educación emocional, porque la necesitamos más que nunca, sino si estamos dispuestos a rescatarla del secuestro de la propaganda y del confort de la complacencia. O seguimos cultivando esta sociopatía blanda, tan pulida en su superficie como hueca en su fondo, o asumimos la responsabilidad de enseñar a sentir, a confrontar y a cuidar de verdad. Porque sin ese cambio, la “inteligencia emocional” no será más que el título de una buena idea arruinada.

Opinión final (del autor)

Si seguimos así, en unos años tendremos ciudadanos que saben hablar de diversidad y resiliencia en una entrevista de trabajo, pero que no saben escuchar a su vecino. Que sonríen en las fotos de redes sociales, pero ignoran al compañero que sufre. Que predican la empatía como valor, pero la viven como herramienta.

En nombre de la inteligencia emocional estamos construyendo la gran estafa educativa del siglo XXI, la fábrica de la empatía de cartón piedra. Nos hemos enamorado del eslogan y hemos dejado morir el concepto. Hemos convertido la emoción en marketing y la empatía en cosmética social. Y lo más grave es que lo hacemos convencidos de que estamos educando mejor.

La verdadera inteligencia emocional no consiste en sonar empático ni en evitar el conflicto. Consiste en confrontar con respeto, en reconocer límites, en sostener la frustración, en cuidar al otro desde la autenticidad, aunque incomode. Y eso solo se enseña con rigor, con exigencia y con acompañamiento real, no con frases en carteles de pasillo ni con sonrisas forzadas para la foto de fin de curso.

Pero no olvidemos que la sociopatía blanda no nace solo en las aulas, también germina en muchos hogares, donde padres convencidos de la perfección de sus hijos culpan al profesor de cada tropiezo, exigen privilegios y desacreditan la autoridad escolar. Esa sobreprotección constante enseña a los niños la lección más tóxica: “tú nunca eres responsable de nada”. Y cuando esa idea madura, el daño ya está hecho.

El dilema es simple y brutal. O recuperamos la educación emocional como lo que debe ser, un trabajo profundo, incómodo, a veces duro pero transformador, o resignémonos a vivir en una sociedad de actores emocionales, expertos en representar la sensibilidad, pero incapaces de practicarla. Porque el riesgo no es menor: cada vez que vaciamos de verdad la empatía, le damos un empujón más a esta sociopatía blanda que se extiende sin resistencia, disfrazada de modernidad.

La pregunta que deberíamos hacernos es incómoda: ¿queremos ciudadanos que sepan llorar de verdad, que sepan acompañar al que cae, que sepan escuchar, aunque duela? ¿O preferimos adultos que sonrían para la cámara y digan lo correcto en el momento justo, aunque por dentro no quede nada?

Lo terrible es que la respuesta no depende del alumno, sino de nosotros, de lo que como sociedad decidamos permitir en las aulas. Y cada día que elegimos el eslogan sobre el esfuerzo, el marketing sobre la verdad, el confort sobre la exigencia, nos acercamos un poco más a esa sociedad sonriente en la superficie, pero hueca en la profundidad.

Y ahí está la advertencia final. La educación puede tolerar mediocridad académica y sobrevivir con desigualdades, pero no sobrevivirá a la ausencia de empatía real. Una sociedad sin empatía no se hunde de golpe, se vacía lentamente por dentro hasta convertirse en un cascarón brillante, habitado por individuos incapaces de reconocerse los unos a los otros. Ese es el verdadero apocalipsis contemporáneo, no el de las bombas ni el de las crisis económicas, sino el de la indiferencia disfrazada de sensibilidad. Y cuando llegue ese punto, no habrá reforma educativa ni programa emocional que nos devuelva lo perdido.

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