Desde pequeños nos enseñan que mentir está mal, que no debemos decir mentiras. Nos dicen que siempre debemos decir la verdad y que la verdad es el único camino para que el mundo sea mejor. Pero nos mienten.
A partir de los 2 a 3 años empezamos a mentir y vamos sofisticando y mejorando nuestra capacidad de mentir. Y la mentira se transforma, en muy poco tiempo, en una herramienta necesaria y poderosa para nuestra supervivencia en armonía.
Todos mentimos y lo hacemos por diversos motivos.
Aproximadamente el 60% de todas las personas suelen decir más de tres mentiras en el transcurso de una conversación cotidiana de 10 minutos (Robert Feldman, Universidad de Massachusetts).
La mentira forma parte de diversos contextos de nuestras vidas. Algunas mentiras nos ayudan a evitar el conflicto, como cuando manifestamos nuestra alegría por encontrarnos con alguien a quien realmente detestamos, pero con el que no queremos enfrentarnos. Algunas mentiras nos hacen sentir mejor con nosotros mismos, como cuando nos decimos que hemos hecho lo que hemos podido ante una situación complicada en la que hemos fracasado. Algunas mentiras buscan proteger a nuestros seres queridos, como cuando le decimos a nuestra hija que su dibujo (abstracto sin que ella sepa qué significa) ha quedado maravilloso. Y hay muchas otras mentiras que solo nos sirven para hacer el mundo más tranquilo, más controlado, menos complicado. Habitualmente, esas mentiras son fácilmente rebatibles, pero no solemos mostrar interés por destape la verdad, porque ya nos va bien ser ingenuos ante estas situaciones.
Pero también hay mentiras que dañan, como cuando ocultamos un delito o cuando lo perpetramos, cuando tratamos de dañar la imagen o la reputación de otros o cuando tratamos de meter en un problema a un tercero. Quizás esas son las mentiras que deberíamos tratar de desterrar.
Esas mentiras pueden llegar a ser muy sofisticadas, difíciles de desacreditar.
Sin embargo, lo que no solemos pensar, ni en un caso ni, salvo contadas excepciones, en el otro, que la mentira puede transformarse en un modelo de negocio muy lucrativo.
Una de las definiciones que hace la RAE sobre mentir es falsificar algo. También la define cómo inducir a error.
Durante años, la falsificación, la mentira o los falsos testimonios han servicio para difundir información falsa que acapara la atención de los ciudadanos. Incluso ha llevado a crear librerías de contenidos, revistas, libros, repletos de falsedades y falsificaciones que han generado pensamientos y falsas creencias a todos los niveles.
Incluso ha sido aprovechando para difundir ideas y crear escuela y adeptos entre la población.
Antaño, la limitación a la que se sometía era espacio-temporal. Ahora, gracias a las nuevas tecnologías, el poder global que tiene la digitalización con internet ha permitido romper estas barreras y reducirlas al absurdo. Hoy podemos poner a rodar una mentira en Barcelona a las 8.00 AM y antes del almuerzo podemos tenerla de vuelta desde el otro extremo del planeta consensuada y reafirmada.
Las Fake News o noticias falsas son el concepto más arraigado a este fenómeno. Estas ponen en jaque la estabilidad social y el futuro de la democracia, al menos eso es lo que entidades como la Unión Europea o la propia Europol teme que suceda.
De hecho, la consultora Gartner anunciaba en su informe de ‘Predicciones Tecnológicas para el 2018’ que en el 2022 el público occidental consumirá más noticias falsas que verdaderas, vaticinando, además, que no habrá suficiente capacidad ni material ni tecnológica para eliminarlas.
Una de las aplicaciones que surgen como desarrollo de la tecnología fake son los “deepfakes”. El término “deepfake” proviene de la unión de “fake” (falso) y “deep learning”, un método de inteligencia artificial que emula la capacidad del cerebro humano para aprender por sí solo.
Se trata de combinar y superponer imágenes y vídeos existentes en imágenes o vídeos originales utilizando una técnica de aprendizaje automático y creando un nuevo contenido falso pero muy creíble. Para ello, el sistema de aprendizaje profundo estudia fotografías y videos de la persona objetivo de suplantación desde múltiples ángulos y luego, imitando sus patrones de comportamiento y habla, genera un nuevo contenido o lo superpone en uno existente.
Una inteligencia artificial reconoce los contornos de personas que se quieren suplantar o falsificar y el entorno donde va a llevarse a cabo la suplantación para crear nuevos contenidos irreales con un alto grado de credibilidad. Así, por ejemplo, tenemos ejemplos de vídeos pornográficos de personalidades que jamás participaron en ellos, videos de personalidades gubernamentales diciendo todo tipo de improperios y hasta declarando la guerra a otros países y todo tipo de cortos de cine en los que el actor principal ha sido cambiado por otro.
El daño que los deepfakes pueden ocasionar es otro de los riesgos a los que los gobiernos están poniendo el foco de atención, en concreto, su versión de bajo coste, que requiere pocos recursos para su falsificación, los denominados cheapfakes. Estos, por su fácil creación, están expandiéndose a gran ritmo en la red y están poniendo en crisis la reputación no sólo de gobiernos y personajes públicos, sino también de corporaciones y todo tipo de entidades.
Aunque el término deepfake nació como una tecnología relacionada con los medios audiovisuales, gracias al uso de la inteligencia artificial han surgido otras variantes, entre ellas la clonación de voz, igualmente peligrosa dado que está permitiendo suplantar a personas que disponen de privilegios de acceso a determinados cargos o bienes, así como para aprobar transacciones o gestiones empresariales que pueden provocar millones de pérdidas.